Como en 'Quo Vadis' (1951), donde Peter Ustinov inmortalizó a un Nerón delirante que rasguea su lira mientras Roma arde a sus pies, Trump parece ejecutar su propia sinfonía del caos, rodeado de aduladores y cámaras, dictando amenazas de guerra con el tono impasible de quien dirige un espectáculo para sus fieles. La escena, sin embargo, no es homogénea. Mientras unos aplauden con entusiasmo sobreactuado; otros, incómodos, esbozan gestos de desconcierto, atrapados entre el deber de la lealtad y el vértigo del absurdo. Es el teatro del poder decadente: un líder que exhibe su desprecio por el derecho internacional entre sonrisas forzadas y silencios tensos. La amenaza contra Venezuela no brota de una necesidad estratégica, sino de una obsesión largamente cultivada, amplificada ahora por el narcisismo de un presidente que entiende la política como un reality show.

El 11 de abril de 2002, con apoyo directo del gobierno de EE.UU., se ejecutó un golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez. La operación, que duró menos de 48 horas, terminó con el retorno del mandatario al poder gracias a la movilización popular y a un sector leal de las Fuerzas Armadas. El pueblo, sin esperar directrices, se volcó masivamente a las calles para exigir el regreso de su presidente, como documenta con precisión el documental 'La revolución no será transmitida' (2003), testimonio histórico de una jornada que desenmascaró la estrategia de intervención mediática y política internacional. Desde entonces, Washington ha buscado distintos caminos para derrocar al chavismo . En una táctica que recuerda al caso chileno, se recurrió al acaparamiento de productos básicos, al sabotaje económico y a la creación deliberada de escenarios de desabastecimiento, ese manido patrón de intervención donde se manipulan los mercados, se bloquean suministros y se crean condiciones artificiales de crisis para deslegitimar a un gobierno popular . A ello siguieron las llamadas " guarimbas ", episodios de violencia callejera que provocaron muertes de civiles y ataques a instituciones públicas, acompañados de un discurso clasista y racial que criminalizaba al pueblo organizado.

Bajo el gobierno de Barack Obama, la escalada alcanzó un nuevo nivel con la firma de la orden ejecutiva que declaraba a Venezuela como una "amenaza inusual y extraordinaria" a la seguridad de EE.UU., dando marco legal a una política de sanciones que ha derivado en más de 900 medidas coercitivas unilaterales, según datos del Observatorio Venezolano Antibloqueo. Estas mal llamadas sanciones no son castigos a funcionarios, sino mecanismos de asfixia contra una economía dependiente de exportaciones, que ha visto bloqueados activos, oro y hasta alimentos. La operación Guaidó —el intento de imponer un "gobierno paralelo" sin base legal ni legitimidad popular— culminó en escándalos de corrupción, apropiación indebida de fondos públicos y el robo descarado de empresas estratégicas como Citgo.

Hoy, cuando Trump amenaza nuevamente con una invasión, resulta ridículo que se presente como una reacción aislada. Es la continuación brutal de una guerra no convencional de más de veinte años que ahora incluye la barbarie de atacar lanchas de pescadores en el Caribe y amenazar abiertamente con el uso directo de la fuerza militar.

Las sanciones son mecanismos de asfixia contra una economía dependiente de exportaciones, que ha visto bloqueados activos, oro y hasta alimentos.

Entre los muchos pretextos utilizados para justificar la agresión contra Venezuela, el del narcotráfico resulta especialmente absurdo. Diversos informes oficiales, como el del Departamento de Estado de EE.UU. de 2023 , ni siquiera sitúan a Venezuela entre los principales países productores o rutas clave del tráfico de drogas global. Lo mismo ocurre con los reportes de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, donde Venezuela apenas aparece mencionada. Pero cuando el objetivo es fabricar una narrativa de guerra, los datos son lo de menos. Se trata, una vez más, de usar una acusación sin fundamento como coartada para intervenir. Ayer fueron las "armas de destrucción masiva" en Irak; hoy es la "droga" en Caracas o los cristianos en Nigeria. Lo único constante es que los países con grandes reservas estratégicas , como el petróleo o el oro, siempre resultan sospechosos .

En esta nueva fase de agresiones, el espacio aéreo, además, se ha convertido en otro frente simbólico. Varias aerolíneas suspendieron sus vuelos a Venezuela, esgrimiendo razones de seguridad, aunque sin admitir que lo hicieron bajo presiones directas del gobierno de EE.UU. El mismo que, en un acto de absoluta incoherencia, busca reiniciar los vuelos con deportados hacia Caracas, según hizo público el gobierno venezolano. La "alarma aérea", más que una amenaza real, es una herramienta propagandística que busca generar aislamiento y guerra psicológica , una vez más, contra el pueblo. Pero con Trump, cada provocación se convierte en espectáculo, sin que necesariamente se sostenga en un plan estratégico. Esa teatralidad grotesca —más ruidosa que eficaz— solo ha servido para desnudar ante el mundo la naturaleza destructiva de su liderazgo, e incluso ha dejado en evidencia a figuras de la oposición venezolana —como María Corina Machado—, capaces de pedir bombardeos sobre su propio país.

El presidente venezolano, Nicolás Maduro. Ariana Cubillos / AP

Quienes insisten en presentar esta agresión como una "guerra contra Maduro" omiten —por ignorancia o con intenciones manifiestas— que el verdadero objetivo ha sido siempre el proceso popular que sostiene al proyecto bolivariano.

Nicolás Maduro Moros no es una figura aislada, sino el líder legítimo y actual de ese proceso, elegido y respaldado por millones. Pero el chavismo no se reduce a una persona: es una estructura política y social profundamente arraigada, con más de cinco millones de personas organizadas en comunas, consejos comunales, movimientos sociales y milicias. Uno de sus pilares fundamentales es la unidad cívico-militar, que como analizó Marta Harnecker en su obra 'Militares junto al pueblo' (2011), se trata de una transformación estructural de las Fuerzas Armadas, recuperando su raíz bolivariana, un ejército popular e insurgente, para colocarlas al servicio de un proyecto soberano, popular y antiimperialista.

Nicolás Maduro no es una figura aislada, sino el líder legítimo y actual de ese proceso, elegido y respaldado por millones.

No es una subordinación del poder civil al militar, ni tampoco una neutralidad institucional, sino una articulación consciente en defensa del interés nacional y del pueblo organizado. Esta característica marca una diferencia sustancial respecto a escenarios como la invasión de Irak en 2003.

Jeampier Arguinzones / dpa / Gettyimages.ru

En Venezuela no existe un aparato militar desmoralizado ni una sociedad fragmentada. Las reiteradas tentativas de fracturar a las Fuerzas Armadas —incluyendo sobornos y campañas de propaganda— no han logrado los resultados esperados.

Además, el contexto internacional es radicalmente distinto: buena parte de América Latina rechaza la vía bélica, incluidos actores que en el pasado fueron funcionales a Washington, como Colombia. Intentos anteriores de utilizar ese país como plataforma de agresión fracasaron ante la oposición interna y la resistencia diplomática regional.

Por otro lado, potencias como Rusia, China e Irán han manifestado su respaldo a la soberanía venezolana. Si bien sus capacidades de intervención directa están limitadas por la distancia geográfica y la ausencia de bases militares en la región —a diferencia de EE.UU. que tiene bases en todas las partes del mundo—, el apoyo ha sido constante en el plano diplomático, económico, tecnológico y militar contribuyendo a reforzar la capacidad de defensa y supervivencia del país.

Más que un nuevo Irak, lo que se perfila es un nuevo Vietnam. No por la geografía o la táctica militar —aunque las selvas venezolanas y las formas de guerra asimétrica también jugarían su papel—, sino porque lo que se enfrentan aquí son dos proyectos de humanidad. La pregunta no es si Trump puede invadir Venezuela, sino cuánto estamos dispuestos a tolerar como normal que EE.UU. actúe de forma criminal y arbitraria sin consecuencias.