Descentralizar —trasladar oficinas, convocar plazas fuera de la capital, crear centros administrativos regionales, extender el teletrabajo— tiene impactos directos y relativamente rápidos. Ayuda a moderar la demanda inmobiliaria, alivia la presión sobre el mercado madrileño y mejora el poder adquisitivo real del funcionariado

En 1561, Felipe II trasladó la corte a Madrid y, sin saberlo, consolidó el germen de un modelo administrativo hipercéntrico que ha sobrevivido hasta nuestros días. Cuatro siglos y cuatro “felipes” después, aquella decisión sigue condicionando la arquitectura del Estado. Lo que ha cambiado —y mucho— es el contexto: si en el siglo XVI Madrid era una ciudad en expansión que necesitaba concentrar funciones, hoy es una megalópolis en tensión, con riesgo de colapso, y cuya centralidad ya no responde solo a razones administrativas, sino también a inercias económicas, sociales, políticas y simbólicas que penalizan al conjunto del país.

Esa vieja simbiosis entre capital y Administración se traduce en una concentración humana y funcional difícil de justificar. De los 242.409 efectivos —excluidos los de las fuerzas y cuerpos de seguridad— que integran la Administración General del Estado, 94.085 trabajan en la Comunidad de Madrid. Es decir, casi un 39% del total, más del triple que en Andalucía, la comunidad más poblada y con una extensión mucho mayor. Ese desequilibrio revela hasta qué punto el centralismo es una estructura instalada, no una decisión contemporánea.

Pero antes de entrar en soluciones, conviene despejar un equívoco. La descentralización no es un capricho ideológico ni una operación cosmética de cara a la galería. No se trata de un gesto simbólico ni de una bandera partidista. Es una reforma de gobernanza con efectos tangibles sobre la vida de las personas. Y, sin embargo, el reciente acuerdo entre Gobierno y sindicatos —que apenas menciona la creación de nuevas oficinas de atención ciudadana— no invita al optimismo en términos de ambición.

La concentración administrativa en Madrid no es solo un mapa de oficinas: es una dinámica. Funciona como un imán que atrae a empresas deseosas de “estar cerca del poder”, consultorías, despachos, firmas de ingeniería, servicios profesionales y un sector terciario que crece para atender a una población en permanente expansión. Ese efecto arrastre genera un círculo vicioso: suben los precios del suelo, se dispara el coste de la vivienda, se saturan las infraestructuras y se tensionan los salarios únicamente para sostener el mismo nivel de vida. La centralización es, también, un problema económico.

Descentralizar —trasladar oficinas, convocar plazas fuera de la capital, crear centros administrativos regionales, extender el teletrabajo— tiene impactos directos y relativamente rápidos. Ayuda a moderar la demanda inmobiliaria, alivia la presión sobre el mercado madrileño y mejora el poder adquisitivo real del funcionariado. Menos gasto en alquiler o hipoteca, menos horas perdidas en desplazamientos y una calidad de vida más equilibrada. No es una entelequia: es el efecto que ya han demostrado otros países cuando han emprendido reformas similares.

En los territorios receptores, la llegada de sedes estatales crea empleo directo e indirecto, dinamiza servicios locales, genera actividad económica y amplía la base fiscal. Pero, sobre todo, envía un mensaje claro: el Estado está aquí, también aquí, no solo allí. Ese “también aquí” es un activo político de primer orden. A ello se suma otra dimensión clave: el equilibrio territorial. La centralidad madrileña actúa como una “aspiradora” que absorbe talento, oportunidades y recursos, generando una transferencia implícita de rentas desde la periferia al centro. Una descentralización bien diseñada puede revertir esa dinámica histórica, redistribuir actividad económica y contribuir a un desarrollo más armonioso. No se trata de quitarle nada a Madrid; se trata de que España deje de depender tanto de un único nodo para funcionar.

La concentración, además, nos vuelve vulnerables. Un fallo localizado puede convertirse en un problema nacional. La experiencia de Filomena, de los cortes energéticos o de las caídas de telecomunicaciones demuestra que cualquier parálisis en Madrid puede cortocircuitar funciones esenciales del Estado. Una arquitectura administrativa distribuida —con nodos operativos estratégicos en distintas comunidades autónomas— genera redundancia, garantiza la continuidad del servicio y reduce el riesgo de fallos sistémicos. La resiliencia no es solo una palabra de moda: es una obligación de cualquier Estado moderno.

Descentralizar no significa dispersar sin criterio ni repartir sedes como si fueran cromos. Significa construir una red de centros interconectados, con funciones claras, protocolos eficaces de coordinación y un uso inteligente de la digitalización y el teletrabajo. Significa pensar el Estado como una red y no como una torre.

Existe también un argumento democrático. Una Administración cercana —física y simbólicamente cercana— fortalece la confianza ciudadana. Acercar la AGE a la ciudadanía facilita el acceso a los servicios, reduce la sensación de distancia institucional y refuerza la legitimidad del Estado. En la denominada España vaciada, la llegada de sedes administrativas supone no solo empleo, sino actividad económica, servicios, oportunidades y una narrativa distinta: la de un territorio que cuenta, que importa, que tiene futuro.

Y hay un beneficio adicional que rara vez se menciona: la diversidad institucional. Equipos que trabajan desde distintas regiones, con conocimiento directo de sus contextos socioeconómicos, tienden a diseñar políticas más adaptadas, más ajustadas y, en consecuencia, más eficaces. La homogeneidad geográfica empobrece la visión; la diversidad la enriquece.

Nada de esto es ciencia ficción. Existen ya proyectos piloto en funcionamiento que prueban la viabilidad y el potencial de una Administración deslocalizada. La pandemia obligó a reinventar la organización del trabajo público en tiempo récord, y el resultado fue mucho más exitoso de lo esperado. La administración aprendió, innovó y demostró que era capaz de funcionar —y de funcionar bien— sin depender de la presencialidad masiva en un único lugar.

Descentralizar la Administración General del Estado no es una panacea ni un bálsamo milagroso. Pero sí es una actualización imprescindible para un país que aspira a ser eficiente, resiliente y justo en términos territoriales. El debate real no es si descentralizar, sino cómo hacerlo con sensatez: mediante planes graduales, pilotos evaluables, protección de los derechos laborales, inversiones sostenidas en infraestructuras digitales y una monitorización constante de resultados.

España tiene hoy la oportunidad de redibujar su mapa administrativo y asumir que el Estado no es, ni debe ser, un punto geográfico concreto. Descentralizar la AGE es devolver a la Administración su sentido original: ser útil a todas las personas, vivan donde vivan. Una reforma que mejora la vida del funcionariado, sí, pero que, sobre todo, refuerza un principio básico de cualquier democracia avanzada: que el Estado esté cerca de quienes lo sostienen.