La autora, una de las periodistas más reputadas de Polonia, viajó a la URSS en 1966 y sorteó la censura gracias a su estilo sutil e inteligente

'Al pie del muro', el relato que anticipó a Sylvia Plath y rompió con el tabú de la salud mental en los jóvenes

Quizá el mayor reto para un cronista sea escribir sobre aquello que no se puede contar. Aquello sobre lo que puede indagar, preguntar e incluso ver con sus propios ojos, pero que no puede comunicar al público por el yugo de un sistema autoritario. ¿Solución? O se acomoda al discurso oficial, que es como no decir nada nuevo, o tira de ingenio para decir la verdad con sutileza, como si estuviera hablando de otra cosa, dejando que sea el lector quien haga el trabajo de leer entre líneas y sacar sus conclusiones. Porque ese tipo de periodismo también requiere la participación activa del receptor, al que toma siempre por un individuo inteligente.

La Unión Soviética facilitó diversos viajes de periodistas extranjeros a sus ciudades con el fin de promover una imagen positiva del país, sobre todo de sus progresos técnicos. Sin embargo, hubo profesionales con bastante astucia para dejar entrever sus críticas en las páginas que escribieron; ahí están, por ejemplo, los reportajes de la alemana Brigitte Reimann, La verde luz de las estepas (1965) o, más centrado en las artes y la literatura, el de la catalana Montserrat Roig, L’agulla daurada (1985), que por aquel entonces eran dos jóvenes e intrépidas escritoras nada sospechosas de simpatizar con el régimen.

A ellas hay que sumarles a Hanna Krall (Varsovia, 1935), periodista y escritora polaca de larga trayectoria, con una vasta bibliografía, considerada la reportera más importante de su país y admirada por autores como la Nobel bielorrusa Svetlana Aleksiévich, que le debe esa concepción del periodismo atenta a las vivencias de la gente en circunstancias de conflicto político, o su compatriota Ryszard Kapuściński, conocido por sus crónicas de viajes por África. La Caja Books ha recuperado Al este del Arbat (1972), su primera obra publicada en forma de libro, un texto de poco más de cien páginas en el que relata su viaje a la URSS en 1966, adonde fue con el propósito de retratar el mundo soviético.

En realidad, la crónica, traducida al castellano por Agata Orzeszek y Ernesto Rubio, con un prólogo del escritor y cronista Mariusz Szczygiel, recoge mucho más que su paso por la URSS. Aún faltaban más de diez años para la desintegración del bloque comunista y Hanna Krall procedía de la República Popular de Polonia, un país aliado donde no podía ir en contra de los intereses del Imperio rojo. Sus dificultades (o retos, según se quieran ver) comenzaron antes de pisar terreno ruso, en el momento de emprender la travesía al Este; y perduraron hasta su regreso, cuando se las ingenió para sortear la censura.

Voces de la Rusia invisible

Se conoce como “el Arbat” una calle del centro histórico de Moscú, un lugar con mucha historia: en el siglo XIX y principios del XX acogía a la pequeña nobleza, a los artistas y a los intelectuales; en sus edificios vivieron escritores como Nikolái Gógol, Aleksandr Pushkin o Andréi Biely, y Marina Tsvietáieva se mudó a una casa cercana para sentir de cerca ese aliento literario; es el escenario de algunos episodios de clásicos como Guerra y paz. Es un espacio cargado de una aura especial, y Hanna Krall, al escoger como título Al este del Arbat, expresa su voluntad de ir más allá de ese imaginario y adentrarse en la cara menos bonita de Rusia, en los barrios marginales que nadie quiere mirar de cerca.

Para ello no busca el relato oficial, sino que se mezcla con la población anónima a pie de calle, observa sus rutinas y plantea preguntas que den pistas de ese malestar del que ni la reportera ni los lugareños pueden hablar de forma abierta por temor a represalias. En la primera crónica, Un pedazo de pan, se detiene en una aldea polaca donde fueron aniquilados once mil de sus paisanos. Combinando un sucinto repaso histórico con las costumbres del presente, deja entrever, sin frases de denuncia, cómo la URSS borró las nacionalidades distintas a la rusa: “Cantan en polaco, pero les cuesta, porque han muerto aquellos que conocían los cantos” o “ya no tienen cantos regionales”, por ejemplo.

Una velada poética narra un acerado debate literario en un encuentro en una fábrica: “¡Solo escribiríais sobre margaritas y aquí hay que escribir sobre el Partido!”, exclama uno ante la lectura de un poema de verso libre (“toda la literatura antigua está escrita en verso libre”). Los poetas debían aportar “una utilidad real” al colectivo obrero, no instar a “que los camaradas se critiquen mutuamente de forma tan estéril”, lo que cortaba su libertad de expresión y reprimiría cualquier espíritu rebelde. En Acaba de formarse una nueva compañía, asiste a una obra de teatro sobre Juana de Arco. “No importa lo extraordinariamente que habla […], sino lo que dice”. Todo se reduce al mensaje, aunque en el debate posterior aflore la sospecha.

En Los físicos, se reúne en Novosibirsk con los científicos que trabajaban en la bomba atómica. De cara al exterior, tenían una fama admirable: “Son mecenas del arte: organizan exposiciones de artistas contemporáneos en sus centros de investigación” o “patrocinan la poesía, han invitado a […], porque solo allí encontrará la atmósfera adecuada para su nuevo poema”. No obstante, bajo esa imagen de hombres “sensatos” (sic), que consistía en obedecer sin hacer ruido, se escondía una “estrategia política y vital”, como dice Mariusz Szczygiel en el prólogo, para no ensuciarse las manos.

La autora escuchó con atención a las mujeres. Mujeres de color lila es un ejemplo de cómo abordar la carestía a partir de un comentario, en apariencia, sobre moda: “Las mujeres soviéticas ya saben que necesitan perder peso, pero no tienen suficiente verdura”; o la alusión a un artículo de la revista femenina La Obrera: “Cómo aprovechar la carne cocida en la sopa para el segundo plato”. La brevedad del libro –poco más de cien páginas– no debe inducir a pensar que se trata de un texto ligero: cada reportaje concentra en pocas líneas las numerosas ambigüedades que deja entrever la realidad. Krall capta lo esencial con ojo clínico y lo redacta con perspicacia.

El último reportaje, Un hombre y una mujer, lo escribió en los años noventa, tras la caída del comunismo, y se incorporó en una edición posterior. Narra un día de otoño de 1990 en Moscú, cuando todo ha cambiado: “Predominaba la idea de que Dios había impuesto un castigo a Rusia por sus pecados. No se descartaba que Lenin pudiera ser hijo de Satanás”, un cantante cantó “con una voz tan sonora, pura y fuerte como nunca antes se le había escuchado. Recuperó la fe, abandonó el Partido y se bautizó”; los rusos “rezaron por el alma del zar, por la sagrada Rus […] y también por aquellos que murieron en los gulags”. Para Krall, es una muestra de cómo tendría que haber sido toda la crónica.

Una lección de periodismo

Como sugiere Mariusz Szczygiel en su espléndido prólogo, hoy, cuando disponemos de mucha documentación veraz sobre la URSS, el mérito de Al este del Arbat no es tanto el ser un libro sobre la URSS como una crónica sobre una manera de hacer periodismo. Lo que se bautizó como “sortear el cerco”, que ahora parece común, pero entonces rompió moldes y creó escuela. Si Krall contaba la verdad de forma abierta, se exponía a padecer represalias y, desde luego, el texto no vería la luz; si transmitía la imagen oficial, en una época en la que la URSS no inspiraba ninguna simpatía, caería en el desprestigio. Tuvo que inventar una opción entremedias: ser veraz, pero sugiriendo sin ser explícita.

Quienes hayan leído a Aleksiévich entenderán por qué considera a Krall una maestra: ya puso en práctica el método de apoyarse en las entrevistas con la gente corriente, dejarles hablar, formular las preguntas adecuadas para que, aun mostrando respeto por el sistema (eran conscientes de que se la jugaban al conversar con una corresponsal extranjera), se deslizara en su testimonio algún que otro indicio de que allí las cosas no marchaban tan bien como pretendía el régimen. La autora confiaba en los lectores, y estos respondieron leyendo con avidez sus reportajes, primero en el periódico Polityka y luego recopilados en el libro, cuya primera edición se agotó enseguida y se ha continuado reimprimiendo.