Las historias que se van tejiendo y enredando en cada compás servían a Juan Claudio Cifuentes, “Cifu” para los amigos, para contar, con voz de noche rota, las mil y una vidas de la música más libre del mundo: el jazz
Según el Cifu, el origen del jazz tuvo lugar en los burdeles de Nueva Orleans, ahí donde las mujeres se perfumaban con fragancia de jasmine -jazmín- y a los pianistas se les decía que tocaban en un estilo jassed, una manera rítmica y sincopada que muy pronto cautivó a la afición.
Tanto fue así que los pianistas se empezaron a anunciar en la entrada de los burdeles con cartelones donde ponía “Jass music”, hasta que, un buen día, algún gamberro tachó la “j”, dejando la cosa como “ass music”, que viene a ser música del culo en su traducción más llana. Por estas letras -y letrinas- los dueños de los burdeles decidieron cambiar las “eses” por “zetas” y, con maneras ortográficas, el jazz fue convirtiéndose en la banda sonora de una película donde uno mismo sale como el personaje secundario de su propio biopic.
Ahora, que cierran el Café Central de Madrid, me acuerdo del Cifu, al que me encontraba de vez en cuando por allí cuando me daba el qué, como a Phillip Marlowe, y traspasaba el telón de fondo de la noche, y aparecía por la plaza donde la fragancia de jazmín se descomponía en el esqueleto ciego de una prostituta consumida por el jaco. Así era la época que viví en aquel Madrid que ya no existe, una ciudad donde los fantasmas de Tete Montoliu y de Lou Benett se mezclan con el de Juan Claudio Cifuentes, “Cifu” para los amigos, el tipo que más sabía de jazz del mundo y al que me acercaba a escuchar contar historias cada vez que lo veía en una mesa, siempre cerca del escenario. Porque si hay una música que te arrastra con el peso de la lluvia y que te invita a entrar en un garito cargado de humo, esa música es el jazz. Sin duda.
Las historias que se van tejiendo y enredando en cada compás le servían al Cifu para contar, con voz de noche rota, las mil y una vidas de la música más libre del mundo. Y yo cerraba los ojos y escuchaba. Podía ver a Bill Evans, encorvado sobre el piano del Balboa, otro club ya desaparecido para siempre, podía verlo allí de nuevo, con Marc Johnson pellizcando el contrabajo y la batería de Joe La Barbera marcando los tiempos. La versión de “Nardis” que se marcó Evans en el Balboa fue memorable; una pieza de diecisiete minutos donde el rostro del silencio asomaba entre las notas, jugando al escondite en una de sus últimas puestas en escena. Estamos hablando de pocos meses antes de que Bill Evans muriese con el estómago perforado por el veneno de su propia melancolía, la misma que te envuelve en cada uno de sus temas.
El Cifu tiene buena parte de culpa de mi afición al jazz con sus programas de radio y de televisión, con su cercanía y también con su libro, una guía de escucha titulada El Gran Jazz (Alianza), en la que el amigo va desgranando uno a uno los discos que marcaron el rumbo de una música que nació en los rincones más oscuros de Nueva Orleans, donde el destino se jugaba a los dados sobre un tapete con restos de carmín y las mujeres emputecían su sonrisa a la espera del próximo cliente.