Pudo ocurrir en cualquier otro lugar, pero fue en Cereté, Córdoba. En pleno atardecer, en medio de una calle que todavía conserva intacta su arquitectura colonial y donde solo había silencio, un hombre —sombrero vueltiao en la cabeza, la cara llena de júbilo— que vociferó: En este emporio de riqueza, Cereté eres la grandeza. Y qué viva la tierra del algodón . El grito quedó vivo en el aire durante un par de segundos.

Las demás personas —vestidas con flores rojas, faldas y ‘rabo e gallos’— le respondieron con un contundente wepajé . Entonces las gaitas, las maracas y los tambores se despertaron: una armonía vibrante que indicaba que la fiesta había comenzado.

Hacía un calor húmedo, asfixiante, pero los bailarines de la cumbiamba apenas lo notaban: agitaban sus caderas sin transpirar

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