Un vecino de Jumilla decía el otro día en TVE que las iglesias están prohibidas en Marruecos. Es una trola colosal. En Tánger, Rabat y Casablanca hay iglesias católicas y anglicanas. Añadía que el burka es allí obligatorio para las mujeres. Otra paparrucha descomunal: en Marruecos ni tan siquiera es obligatorio el hiyab
Arden este verano las Españas anteriores a la España una, grande y libre del nacionalcatolicismo. Arden en El Bierzo los montes que albergaban las minas romanas de oro de Las Médulas; nadie los ha limpiado en mucho tiempo. Arde la mezquita de Córdoba, una de las joyas de Al Andalus; su actual propietario, la Iglesia Católica, almacenaba sillas y trastos en uno de sus rincones. Arden como fruto de la incuria y la codicia estos testimonios de que España no nació ya cristiana, castellanoparlante y enarbolando la bandera rojigualda.
A la par, unos pirómanos de la política claramente identificados intentan prender fuego a la España actual, la construida tras la muerte de Franco y su nacionalcatolicismo. Odian esa España unida en la aceptación de la pluralidad, libre en el respeto a las minorías, grande en la tolerancia con todo aquello que no intente imponerse a los demás. Individuos que se apellidan Smith, Tertsch, Le Senne o De Meer nos quieren dar lecciones de españolidad a los españoles de vieja cepa que amamos la España real. Intoxicados de ideología, reivindican una hispanidad de pura sangre que sus mismos patronímicos desmienten.
A estos ultras que incendian Torre Pacheco y Jumilla, les molestamos los españoles que reivindicamos todas las Españas luminosas: tartesos, fenicios, griegos, romanos, visigodos, musulmanes, judíos, luteranos, ilustrados, liberales, republicanos… Los que sabemos que aquí todos somos mestizos y que tan solo en momentos oscuros de nuestra historia -Torquemada, Felipe V, Franco- se impuso manu militari desde arriba la uniformidad obligatoria.
Antes que ir a por nosotros, estos ultras quieren empezar por lo más fácil: los inmigrantes de ahora y, muy en particular, los de procedencia árabe y musulmana. En esto, hay que decirlo, están en perfecta sintonía con los nuevos nazis de todo el planeta, que, astutamente, han reemplazado el antisemitismo de Hitler por la islamofobia. La islamofobia y el culto a la fuerza son, de hecho, lo que les une a su admirado Netanyahu, el mayor genocida del siglo XXI.
Como todo hay que precisarlo en estos tiempos, me veo obligado a decir que no soy una persona religiosa, ni musulmán ni judío ni cristiano. Las religiones, en particular las monoteístas, tienen una peligrosa tendencia al autoritarismo, el machismo y el fanatismo. El islam también, por supuesto. Pero, francamente, no creo que España se esté islamizando, más bien la veo caribeizándose.
No veo el menor peligro en que unos cientos de musulmanes celebren sus rezos en el polideportivo de Jumilla. Los católicos ocupan las calles de nuestro país con misas, procesiones y romerías, y nadie protesta. Medio siglo después de la muerte de Franco, la religión católica disfruta en España de una libertad absoluta, y me parece bien mientras no se empeñe en hacerme proselitismo. Es, probablemente, lo que ha querido subrayar la Conferencia Episcopal al oponerse a la estigmatización de los musulmanes de Jumilla. Aunque, cabe recordar, que el catolicismo también sigue siendo machista: el pasado mayo, eligió al papa León XIV en un cónclave compuesto exclusivamente por varones.
Y luego están las mentiras con las que los ultras intentan justificar su cruzada contra los musulmanes. Un vecino de Jumilla decía el otro día en TVE que las iglesias están prohibidas en Marruecos. Es una trola colosal. En Tánger, Rabat, Casablanca y otras ciudades hay iglesias católicas que celebran sus oficios todos los domingos sin el menor problema. El de Jumilla añadía que en Marruecos el burka es obligatorio para todas las mujeres. Otra paparrucha descomunal: en Marruecos ni tan siquiera es obligatorio el hiyab, cubrirse el cabello con un pañuelo. Ni para las marroquíes ni para las extranjeras.
En la noche eurocéntrica, todos los moros son pardos, solía decir en tono humorístico Juan Goytisolo. Tenía razón: los ultras españoles atribuyen a Marruecos los desafueros de países tan lejanos como Arabia Saudí, Irán o Afganistán. Es como si a los españoles nos atribuyeran la pasión por el vodka de los eslavos. Por el mero hecho de ser igualmente blancos y de raíz cristiana.
El islam es tan plural como el cristianismo. En el enorme espacio geográfico y humano que abarca, hay países como Marruecos o Turquía donde se fabrican y consumen bebidas alcohólicas, y otros donde, ciertamente, están prohibidas. Es un universo tan complejo que los ultras debieron de asombrarse al escuchar la noticia de que Israel había bombardeado una iglesia católica en Gaza. ¿Es que hay palestinos de religión cristiana? Pues sí, decenas de millares. Y también egipcios, libaneses y sirios, mire usted por dónde.
Tengo para mí que el principal problema existencia para la España democrática que hemos ido construyendo desde la muerte de Franco está en ese crecientemente amplio puñado de españoles, algunos de reciente arraigo, que no la aceptan tal como es. Que se indigna porque un moro y un negro, Lamine Yamal y Nico Williams, sean estrellas de nuestra selección masculina de fútbol. Pero no porque todo un rey, Juan Carlos I, se haya exiliado fiscal y vitalmente en Abu Dabi, bajo la sombra protectora de los hipócritas jeques integristas del Golfo.