Medio siglo después de su muerte (1790), las ideas socio–naturalistas de Jean Jacques Rousseau siguieron recreando las letras y el arte europeos. Surgieron movimientos que idealizaban la vida rural y denunciaban la hipocresía social y la dura vida de los campesinos. Los pintores de aquella época, henchidos de rebeldía nihilista, abogaban desde su cromatismo ideológico por una libertad de estilo y composición. Fue en los museos de la Haya y Londres donde se despertó en Van Gogh su capacidad de asombro y su admiración sensible por Rembrandt, Gustave Courbet y Honoré Daumier al igual que el diletantismo plasmado en las acuarelas ribereñas del Támesis. Las lecturas de Émile Zola, Charles Dickens y Jules Michellet lo alejaron de su “infancia senil” y su desdeñoso padre y le enseñaron a
Van Gogh. El solitario de la casa amarilla (ii)

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