Las recientes denuncias sobre presuntas coimas en distintos niveles del Gobierno vuelven a poner sobre la mesa un problema crónico de la política argentina: la corrupción como práctica enquistada en la gestión de los recursos públicos. No se trata de un escándalo aislado ni de un hecho excepcional. La sospecha de que obras, licitaciones o autorizaciones se destraban a cambio de sobornos es tan antigua como la propia dinámica de la relación entre el Estado y el sector privado. Sin embargo, que sea ‘habitual” no significa que sea aceptable ni tolerable.
La primera reacción ciudadana es, naturalmente, la indignación. La segunda, lamentablemente, suele ser el escepticismo: la idea de que nada va a cambiar, de que siempre fue así y de que todo gobierno, más tarde o más temprano, termina envuel