En México, ningún régimen ha logrado combatir de manera efectiva la corrupción. Ni los gobiernos de un solo partido que dominaron la política durante décadas, ni las alternancias que se presentaron a partir del año 2000, ni los proyectos de transformación autoproclamados han conseguido erradicarla o, al menos, atemperarla. Por el contrario, la corrupción parece haberse convertido en una condición estructural del sistema político mexicano: el sustrato invisible sobre el cual se construyen carreras políticas, se administran favores y se negocia la lealtad. La corrupción parece ser una práctica normalizada que atraviesa a las instituciones y que erosiona de raíz la confianza ciudadana en el Estado.
En este contexto, los recientes escándalos al interior del partido en el poder, Morena, exhibe