En gran parte de América Latina la corrupción sigue siendo un obstáculo decisivo para el progreso. Los cargos públicos, en muchos casos, se convierten en instrumentos de beneficio personal y no de servicio ciudadano. Al hacerlo, los Estados pierden legitimidad y profundizan la brecha con sus sociedades.

Lo más alarmante es que los recursos destinados a salud, educación, infraestructura o innovación terminan desviados hacia cuentas privadas, en detrimento del bienestar colectivo. La corrupción no solo enriquece a las élites políticas o empresariales cercanas al poder: también debilita la confianza ciudadana en la democracia.

Políticos y militares corruptos carecen de incentivos para transformar un sistema que los favorece. Y mientras tanto, millones de ciudadanos ven hipotecado su futuro.

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