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¿Qué tal tu verano? El mío, muy bien. He podido aprovechar este tiempo para algo tan sencillo y tan bonito como cuidar de una bebé. Ha sido un privilegio: ojalá se hubieran aprobado antes los permisos de paternidad igualitarios. Aunque confieso que ya tenía ganas de volver. Espero que me hayas echado tanto de menos como yo he añorado escribirte esta carta semanal.

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“La independencia judicial tiene una vertiente bidireccional. Es deseable la falta de injerencia de otros poderes. Y también que desde el Poder Judicial evitemos la injerencia en la actividad política”.

El autor de esta frase no es precisamente un izquierdista. Fue Vicente Guilarte, expresidente del Consejo General del Poder Judicial. Un jurista nombrado por el PP y amigo personal de la familia Rajoy. Una voz conservadora y sensata, que se opuso a que el CGPJ emitiera un comunicado contra la ley de Amnistía, como pedían otros vocales de la derecha.

Guilarte tenía toda la razón y su crítica de entonces sigue vigente hoy. Pasa a diario. Los mismos jueces que cuestionan duramente al Legislativo o al Ejecutivo después piden respeto para la separación de poderes. La impostura, el doble rasero, no puede ser más evidente.

Otra cita para recordar: lo que dijo la Asociación Profesional de la Magistratura (APM) sobre la ley de Amnistía. “Se pretende ahora dar un paso más y situarnos en el principio del fin de nuestra democracia. Romper las reglas de la Constitución de 1978 y volar por los aires el Estado de derecho”.

Lo dijeron por escrito, en un comunicado. No fue un calentón.

La misma APM, que opinaba con esta dureza sobre un proyecto legislativo cuyo texto entonces ni siquiera se conocía, ahora se indigna cuando el presidente Pedro Sánchez asegura que “hay jueces haciendo política”.

Y tanto que hacen política. ¿Hay algo más político que unos jueces manifestándose con toga y frente al juzgado contra una ley que –al igual que todas– tienen la obligación de cumplir? ¿O es que también son ellos quienes deben legislar?

Son las mismas asociaciones conservadoras que callaron cuando el PP acosaba a los jueces de la Gürtel –a Baltasar Garzón, a Pablo Ruz y a José Ricardo de Prada–. Las que tampoco dijeron nada hace un año, cuando Esteban González Pons acusó al Tribunal Constitucional de ser “el cáncer del Estado de derecho”. Las que hoy guardan silencio ante los ataques de la Generalitat valenciana contra la jueza de la DANA, Nuria Ruiz Tobarra.

Porque no solo es cierto que haya jueces haciendo política. También hay que añadir que casi siempre actúan en la misma dirección.

Entre las funciones del Consejo General del Poder Judicial está el régimen sancionador. Es al CGPJ a quien le toca castigar los incumplimientos o excesos de los jueces y magistrados, a través de la comisión disciplinaria. Cada año hay cientos de denuncias pero apenas prosperan unas decenas.

La gran mayoría de estos expedientes son por falta de rendimiento: sanciones a jueces que no cumplen con su trabajo y acumulan retrasos reiterados y sentencias sin poner. Este tipo de sanciones, además, no son firmes: se pueden recurrir en los tribunales. Y muchas veces después son anuladas por otros jueces –pero no lo llames corporativismo, que siempre hay un defecto de forma al que agarrarse–.

¿Y cuando un juez ataca a otro poder del Estado? ¿No hay sanción?

Está el ejemplo del magistrado José Luis Concepción. Siendo presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León comparó al Partido Comunista de España con los nazis, “que también llegaron al poder por las urnas”. “Con el Partido Comunista en el Gobierno, la democracia está en solfa”, aseguró también.

El anterior CGPJ, a regañadientes, abrió diligencias informativas. Pero esa inspección a José Luis Concepción terminó sin sanción. El argumento para exonerarlo fue que opinaba a título personal, y no como juez. Es una excusa sonrojante, porque sus impresentables declaraciones fueron en una entrevista donde se le presentaba como presidente del TSJ de Castilla y León, no como aficionado a la historia de la Segunda Guerra Mundial.

Tampoco hubo sanción por los insultos contra medio gobierno de coalición –“cerdos”, “chorizos”, “bazofia feminazi”...– que publicó en Facebook el juez Manuel Piñar, el mismo que metió en la cárcel a Juana Rivas. El juez se defendió con la excusa de que le habían hackeado la cuenta, que no había sido él. En el CGPJ no se creyeron esta pintoresca explicación, pero aun así no se le sancionó. Argumentaron que había escrito esos insultos “a título particular como mero ciudadano”, no como juez.

En la Comisión Disciplinaria, a paso de tortuga, hoy hay varios expedientes abiertos contra otros jueces que se meten en política, de esos que se supone no existen. Es el caso del juez Eloy Velasco, que cuestionó la legitimidad del Gobierno y despreció a la exministra y eurodiputada Irene Montero como “cajera del Mercadona”. O el juez Manuel Ruiz de Lara, que insultó en redes al presidente del Gobierno y a su mujer “Barbigoña”. O el juez Peinado, que está siendo investigado en el CGPJ por tres asuntos: el chulesco interrogatorio a Félix Bolaños, su anómala decisión de intentar procesar al Ministro de Justicia en el Supremo y su negligencia con los plazos, que obligó a archivar una investigación por malversación contra un alto cargo del PP en el Ayuntamiento de Madrid.

El nuevo CGPJ se toma este asunto con más interés que el anterior. Pero aún está por llegar la primera sanción a estos imparciales jueces de verbo florido por sus declaraciones políticas. No se recuerda una sola. Lo más parecido fue una multa al juez Vazquez Taín por hacer “bromas de mal gusto” sobre el caso Asunta, hace más de una década.

El CGPJ tampoco ha puesto mucho de su parte en aclarar cuántos de estos jueces trabajaron durante las recientes huelgas contra los planes del Gobierno para reformar el acceso a la carrera judicial. Formalmente, solo un único juez de los más de 6.000 que hay en toda España declaró hacer la huelga. Solo uno. El resto, o no hicieron huelga o no lo comunicaron para así poder cobrar esos días como si realmente hubieran ido a trabajar.

Pero las intervenciones políticas más preocupantes de los jueces no se producen ni en esas huelgas en régimen de todo incluido, ni con algunas declaraciones altisonantes. Ocurren en un ámbito donde la comisión disciplinaria del CGPJ no puede entrar: los autos, las sentencias, las instrucciones judiciales… Es ahí donde de verdad se hace política con toga.

No son todos los jueces. Solo unos pocos. Algunos saben lo que hacen. Otros se engañan a sí mismos: confunden su ideología con el Código Penal y sus prejuicios con el sentido común. Ambos perciben sus intereses personales como si fueran el interés general. Y comparten una visión torcida de la Justicia, donde importa más la autoridad que el servicio público. Como un poder que tutela a los demás; donde su idea estrecha de la patria pesa más que la verdad. Igual que algunos militares durante la Transición.

A los verdaderos políticos con toga nunca les verás diciendo barbaridades en conferencias o redes sociales. Ellos son más listos. Saben que está mal.

Ese tipo de abusos o errores solo puede corregirlos otro tribunal, no el CGPJ. Y muchas veces así sucede, como los numerosos rapapolvos que se ha llevado el juez Peinado a lo largo de su instrucción. Pero en otras ocasiones se tolera el abuso, que se disfraza de independencia judicial.

El ‘lawfare’ no siempre consiste en condenar de forma injusta. A veces también ocurre, pero no es el método habitual. Lo importante es el proceso. La sombra de la sospecha. Alargar lo máximo posible una causa judicial con fines políticos, retorciendo la legalidad.

Estoy seguro, por ejemplo, de que más tarde o más temprano esa estrambótica interpretación que hizo el Tribunal Supremo sobre la malversación en la Ley de Amnistía será anulada por instancias superiores –la Justicia europea o el Tribunal Constitucional–. Pero en el ‘mientras tanto’ esa ley sigue sin cumplirse, Puigdemont no puede regresar y la legislatura se complica para el Gobierno. Es pura política judicial de un tribunal que se ha tomado una ley plenamente legal y constitucional –la amnistía ya ha sido avalada por el TC– como una afrenta personal.