Vivimos en sociedades donde la corrupción ya no sorprende. La escuchamos en los noticieros, la vemos en los presupuestos desviados, en los programas que jamás llegan a quienes fueron diseñados, en asociaciones que deberían fortalecer el bien común y terminan siendo instrumentos de unos cuantos. Y, sin embargo, en vez de indignarnos, solemos encogernos de hombros y pensar: “así es siempre”.

La gravedad no solo radica en que la corrupción exista, sino en que hemos aprendido a convivir con ella. Nos incomoda más quien se atreve a denunciar que quien se beneficia de los desvíos. A quien cuestiona se le tacha de problemático, ingenuo o incluso de loco. Se nos olvida que las voces que incomodan suelen ser las que intentan salvar lo que todavía queda de dignidad colectiva.

Lo alarmante es que e

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