El actor da vida al emperador Adriano en una eficiente versión de la obra maestra de Marguerite Yourcenar, en el que es su primer trabajo interpretativo tras su salida como director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico
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Lluís Homar, con más de 40 años de carrera, no tiene nada que reivindicar. O sí. Su abrupta salida como director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico dejó muchas sombras. En un principio nada tienen que ver la gestión con el arte, ni los dineros con el talento. Pero en este Memorias de Adriano, primer trabajo actoral después de su etapa en la CNTC, hay también mucho amor herido de un actor que se defiende a través de lo que sabe que le define: su oficio.
La operación para este resurgir está trazada con hilo fino. Tanto en la elección del texto, que no es otro que la gran novela histórica Memorias de Adriano (1951) de Marguerite Yourcenar, como la elección de trabajar con la productora teatral más poderosa del Estado español, la catalana Focus. El montaje se estrenó este verano en el gran teatro romano de Mérida. Ahora recala en el Teatro Marquina de Madrid hasta el 12 de octubre. Y después de una gira por España llegará a Barcelona para hacer temporada en el Teatre Romea.
Pero no siempre los mimbres aseguran el éxito. En este caso, a pesar de los desajustes en la propuesta de dirección y en la puesta en escena, nada puede parar la fuerza actoral de este catalán que da una verdadera lección de actuación. Es un placer ver a Homar trabajar y contemplar cómo va metiéndose en el texto poco a poco, en la cadencia y el eco de unas palabras que vienen de otro tiempo. Más de hora y media donde él solo acoge todo el peso del texto. Un enorme parlamento que no es solo demostración de memoria, sino de cómo actuar, de cómo decir comprendiendo el texto y extendiendo esa comprensión a cada gesto, inflexión y movimiento.
La novela de Yourcenar se estructura en forma de una carta de Adriano al futuro emperador Marco Aurelio. Una misiva que en manos de la autora francesa se convierte en una revisión íntima y personal de la vida del emperador, comenzando por su infancia en Itálica, pasando por sus intrigas para convertirse en emperador y concluyendo con sus últimos días. Es narrativo, muy expositivo y está lleno de meandros, intrigas y reflexiones. Lo primero que sorprende del montaje es la poda y elección de los textos, muy inteligentemente engarzados por Brenda Escobedo.
La prosa de la autora ayuda. Pocas novelas están tan bien escritas como esta. Y pocas están tan bien traducidas. Han hecho bien en conservar la traducción de Julio Cortázar. Y mejor aún en seleccionar alguna de las partes más poéticas como la escena de Adriano y su amante matando un león en el oasis de Amón en Alejandría, ese “enorme gato color de desierto, miel y sol” que expira ante sus ojos “con una majestad más que humana”.
Yourcenar es capaz de hacer un retrato del ser humano intemporal en una época donde todavía existía lo desconocido, ese Oriente insondable; y donde magia, astrología, religión y filosofía no habían sido compartimentadas por el ortodoxo pensamiento científico. Un mundo sin tantas certezas como el actual, pero que al mismo tiempo sigue siendo el de cualquier lector contemporáneo.
Cambian los tiempos y los gobiernos, desaparecen las ciudades y las civilizaciones, se repiten las guerras, pero las preguntas permanecen inmutables. Pero quizá el gran valor de la novela de Yourcenar está en la distancia de la mirada de un hombre ante su propia vida. Como todas las intrigas, los placeres y las ambiciones se ven teñidos por el velo del tiempo ante la presencia de una muerte cercana.
Todo esto está en el montaje, en pequeñas dosis. Sería imposible de otro modo. Pero el barco está a punto de zozobrar debido a una puesta en escena que quiere traer al presente esa figura de poder que el emperador encarna. La dirección corre a cargo de Beatriz Jaén, directora que convenció con su adaptación teatral de Nada, de Carmen Laforet.
El espacio es un set aséptico blanco. Un gabinete de ayudantes apoya al emperador, lo viste y asiste. Todo se graba, se firman papeles, se preparan alocuciones. Cuatro actores (Cris Martínez, Álvar Nahuel, Marc Domingo, Xavi Casan y Ricard Boyle) transitan y pululan alrededor de Homar. Se une el ejercicio del poder actual con el de la antigua Roma.
Poco aporta todo este aparataje. No llega a molestar en demasía, pero sí impide que se imponga desde un principio la mirada distante de un ser que ya está partiendo, que ve todo con lejanía. Incluso ciertas notas de dirección hacen que al comienzo Homar intente narrar con energía dinámica sus primeros años, algo que, en vez de dar ritmo, como parece que se pretende, descabalga la musicalidad de éxodo que tiene el texto de Yourcenar.
Pero Homar va haciéndose con la función, imponiendo el tono y el cuerpo. Algo a lo que ayuda la parte en la que se narra la historia de amor tardío y trágico del emperador. Memorias de Adriano contiene una de las historias de amor más bellas jamás contadas. Hace poco pudimos ver una hermosa versión para ópera a cargo de Rufus Wainwrigth en el Teatro Real. La novela nos narra el amor del emperador por un efebo, un joven púber de la región de Capadocia.
“Antínoo era griego”, dice Adriano, “pero en aquella sangre algo acre el Asia había producido el efecto de la gota de miel que altera y perfuma un vino puro”. En ese momento, la obra remonta. Es increíble la complejidad y la libertad con que Yourcenar escribió esta relación llena de pasión, de sadismo incluso, que es al mismo tiempo entrega, egoísmo, castigo y deseo.
Antínoo finalmente muere, Adriano zozobra y Homar acoge con todo su cuerpo esa tragedia que sabe que supone el último soplo de vida verdadero. En este momento de la obra, el bailarín Álvar Nahuel, que interpreta a Antínoo, coge una gran presencia en escena. Es un baile extenso, bello corporalmente, de fina técnica. Pero se abusa de él. Se lleva al preciosismo, al lirismo desmedido.
El mundo de Adriano se regía por la filosofía estoica y epicúrea, con un mínimo de pensamiento cínico, el indispensable, y sin resquicio alguno de la retórica sofista. Es quizás este universo el que se echa en falta en la propuesta teatral. El haber llevado ese universo, tanto ético cómo estético, al quehacer teatral.
El imaginario del texto, donde se cruzan culturas, creencias y pensamientos, recuerda indefectiblemente al teatro de Peter Brook y su espacio vacío. Curioso que fuera maestro de tantos y hoy tan olvidado por los nuevos directores de escena. Cabe imaginar a Homar en un montaje de tono y estética más estoica, donde el decir y el hacer se den la mano para dejar resonar tanto a las palabras como al hombre. Aun así, este actor está en el momento preciso para hacer este Adriano, para darle esa dimensión de ser humano que mira su pasado y con una distancia ya no terrenal ausculta sus triunfos, sus grandes derrotas, su desapego por lo conseguido y su amor a la vida.
Homar tiene pasado. Fundó uno de los colectivos teatrales más importantes de la democracia en 1976, la cooperativa de actores llamada Teatre Lliure. Llegó a dirigirla, realizó montajes hoy recordados, marcó una época. El Lliure era más que teatro, sostenían sobre sus hombros una ética, otra manera de hacer frente al mercado y a la industria, una manera llena de rigor y amor al oficio. Y lo sostuvieron durante años. Luego Homar tuvo que dejar ir a ese Lliure a finales del siglo pasado, lo hizo con tristeza, saliendo por la puerta lateral, sin hacer ruido.
Siguió cabalgando, montó empresas, triunfó y se descabalgó varias veces. Lo adularon, lo llamaron a la corte, le dieron la dirección de la esencia del teatro español, lo rigió, fue ambicioso, dilapidó y fue repudiado y expulsado. Y hoy a sus 78 años, después de amores, traiciones, triunfos, fracasos, olvidos y recuerdos, Homar es un imponente Adriano que mira la vida con distancia y sabe que tan solo es lo que de sí ha construido: una voz en un espacio vacío que resuena en cada butaca y en cada uno de sus poros. Voz y temblor de un gran actor.