El escritor atravesó la Península para encontrar en el paisaje las respuestas a las preguntas que nunca llegó a hacerle a su progenitor, y cuyo recorrido ha plasmado en su nueva novela: 'El viaje de mi padre'

La noche final de los últimos fusilados del franquismo, la dictadura que murió matando: "Oí los disparos y grité"

Viajar en camiones de ganado. A oscuras, sin ventanas, sin ventilación. Viajar sentados en el suelo, o algo parecido, apiñados; y que esa incomodidad se convierta en tu salvación. Para no congelarte, para sobrevivir. Llegar al destino no es consuelo para nadie, porque lo que espera son veinte grados bajo cero en los que hacer tiempo hasta la contienda. Buscar refugio, un pedazo de pan. Mentalizarte de que habrá que usar las armas, de las horas que pasarás habitando trincheras, siempre al aire libre, siempre con frío. En la piel, en las mentes y en el corazón. Nemesio Alonso fue uno de los miles de jóvenes que viajó a bordo de estos trenes para llegar a Caminreal en 1937, antes de participar en la que pasaría a la historia como una de las batallas más cruentas de la Guerra Civil, la de Teruel, que culminaría con la única toma del ejército republicano de una capital de provincia durante la contienda.

Pero el viaje no terminó ahí. Tanto él como el resto de supervivientes –en su caso, del bando sublevado–, acabarían desplazándose hacia Levante, y, en concreto, Castellón, donde estuvo a punto de perder la vida. Su hijo, el escritor Julio Llamazares (Luna de lobos, La lluvia amarilla) decidió seguir sus pasos más de medio siglo después y repetir el recorrido que su progenitor trazó junto a su inseparable amigo Saturnino. Su historia, que en realidad es la de otros tantos compañeros de armas, la ha contado en la novela El viaje de mi padre (Alfaguara).

Nemesio murió poco tiempo después de volver del campo de batalla y, fruto de una época –que aún se mantiene– en la que “nadie” quería hablar de lo que había sucedido en la guerra, su hijo Julio apenas conversó con él sobre su experiencia. Ese doloroso silencio dejó no solo demasiadas preguntas sin responder, sino demasiadas sin formular. Algo de lo que Julio ahora se arrepiente, por todo lo que ni siquiera intentó que Nemesio le contara. Por eso se lanzó a la carretera a buscar respuestas.

Cerca de 90 años después de que Nemesio llegara a Caminreal, la estación de tren sigue funcionando, transportando a personas, aunque en infinitamente mejores condiciones. Reencontrarse con estas tierras en un caluroso septiembre dificulta ponerse en la entumecida piel de aquellos miles de soldados, aunque sí permite imaginar la hostilidad de un terreno sin demasiada vegetación, bello pero inabarcable al plantearlo en términos de posibles escondites o cobijos. La montaña se impone. También un horizonte sin demasiadas poblaciones en las que encontrar alimento.

“En estos paisajes desolados murieron 40.000 soldados”, recuerda Llamazares al pie de las vías de tren –ahora en obras–, que reconoce que fue “a buscar en el paisaje lo que podría haber encontrado en casa”, en un viaje organizado por la editorial, con periodistas.

“Mi padre murió pronto y sus recuerdos se quedaron en ese limbo de la memoria en el que se desvanecen las vidas de los que nos precedieron y a los que no escuchamos cuando estaban vivos. Luego nos arrepentimos de ello y, como yo ahora, tratamos de reconstruir sus pequeñas historias con los retazos de lo que se quedó en el aire y aún alcanzamos a recordar”, reconoce Llamazares en un libro que ha escrito con sumo mimo. El autor enmarca su texto dentro del género de viajes, consiguiendo que este se convierta en, por supuesto, uno personal para él mismo, pero también para los numerosísimos españoles herederos de experiencias similares, o incluso habiendo vivido al margen de ellas.

Mi padre murió pronto y sus recuerdos se quedaron en ese limbo de la memoria en el que se desvanecen las vidas de los que nos precedieron y a los que no escuchamos cuando estaban vivos

Viajes que, a su vez, se siguen produciendo hoy en día. “La guerra es un acontecimiento en el que se matan jóvenes que no se odian por culpa de viejos que sí. Igual que lo que ahora está ocurriendo en Ucrania y en otros muchos sitios del mundo”, lamenta el escritor.

Quién gana las guerras

“A todos los que perdieron la Guerra Civil española de uno y otro bando. A los que pierden todas las guerras. Y para mis hermanos”, es la dedicatoria con la que Llamazares abre su personalísima novela, a la que sigue un mapa del viaje de su padre. Una de las paradas fue el barranco de Cerro Gordo, donde Nemesio vio al primero de los miles de muertos a los que se acabaría 'acostumbrando' a encontrarse, mientras atravesó con dieciocho años la península ibérica de extremo a extremo.

“La memoria se va diluyendo, pero hay muchos restos físicos en el paisaje y en la memoria heredados de los abuelos”, reconoce al hablar de otro de los pueblos que visitó, Celadas: “La gente mayor te contaba que cuando volvieron al cabo de unos meses después de la batalla, tenían que quitar los cadáveres de los caminos para poder pasar con los carros”. Cuerpos inertes en su amplia mayoría de chicos entre dieciocho y veinte años.

“Imaginad que pasáramos por esta carretera con todo lleno de cadáveres y tuviéramos que pisarlos”, propone Llamazares desde el autobús que nos transporta en un asfaltado 2025 en el que el máximo riesgo es evitar atropellar a algún gato despistado que cruza la carretera. O que el autocar no quepa por las estrechas calles de algunos de los municipios.

Igual de imponente es observar desde un asiento y con la calefacción puesta las pequeñas construcciones que en su momento sirvieron para que los soldados se protegieran. “En una de estas debió de pasar mi padre los días en los que casi muere de una pulmonía”, indica el escritor sobre un episodio en el que Nemesio sí que sobrevivió. Estas construcciones son pequeñas, están aisladas, y, desde luego, no invitan a pensar que fueran el mejor espacio para recuperarse de ninguna enfermedad. Tampoco los espacios que utilizaron como hospitales, en los que comenta que se veían casi más amputaciones por congelación que heridas de guerra.

El municipio de Celadas mantiene el recuerdo de la contienda en las fachadas de varias de sus casas, copadas por imágenes de la guerra que permiten comprobar cómo quedaron tras los bombardeos. Cerca de este se encuentra el Centro de Santa Bárbara, que toma su nombre de una ermita que fue destruida y posteriormente reconstruida; y en el que se conservan unas trincheras. Este punto, situado entre los valles que ocuparon las armadas de ambos bandos, fue clave en el desarrollo de la batalla de Teruel.

Las trincheras se mantienen como si de una recreación para el rodaje de una película se tratara. Atravesarlas impone y descorazona al imaginar a los soldados hacinados disparando desde sus aberturas. En esta zona hay además una leyenda en el suelo, hecha con piedra, en la que se lee: “¡Viva España!”. Las letras se usaban como señal para la aviación, ya que en ocasiones se daba que el cielo se bombardeaba por error a los combatientes del propio ejército.

Alfonso Casas Ologaray, abogado y experto en la Guerra Civil española, autor de Teruel el Stalingrado español y La Guerra Civil a través de los objetos (ambos editados por Renacimiento), fue de gran ayuda para Julio Llamazares durante el viaje. El especialista acompaña al autor en este nuevo recorrido, organizado por la editorial y con algunos periodistas, portando entre sus cuadernos varias fotografías reales de archivo de la zona, con imágenes del grupo de jovencísimos soldados que construyeron las trincheras, y de los posteriores enfrentamientos, con instantáneas en las que aparece hasta Hemingway. Instantáneas que permiten recrear con aún mayor detalle de lo que estos mismos paisajes fueron testigo hace tantos años.

Una herida abierta

Llamazares es generoso en sus descripciones y explicaciones –tanto al escribirlas como al compartirlas a viva voz–, con el valor añadido de estar hablando de su vida, de su padre, de su familia, de los suyos, de tantos nuestros. Y más de medio siglo después, que no por ello ha pasado a la historia como un capítulo cerrado, con final más o menos feliz. Más bien al contrario. “Esto fue una matanza. La población civil sufrió muchísimo, algo que permanece en sangre viva en las siguientes generaciones”, opina Llamazares.