El director de 'Magnolia' realiza su soñada adaptación de 'Vineland', de Thomas Pynchon, con un filme libérrimo, mutante y tremendamente político: una de las películas del año

Paul Thomas Anderson lleva muchos años soñando con adaptar uno de sus libros favoritos, el Vineland de Thomas Pynchon. Su anterior experiencia adaptando al escritor, Vicio propio, acabó con un filme irregular y alucinado que fue el que peores críticas de su filmografía recibió. Quizás por ello, quizás por el propio material, hiperbólico, complejo y esos que llevan la etiqueta de inadaptable pegada, el cineasta se resistía a acometer el proyecto a pesar de que siempre decía que quería hacerlo.

35 años después de su publicación. 29 después de su debut. 11 desde su anterior adaptación de Pynchon, y cuatro desde su último estreno, Licorice Pizza, Paul Thomas Anderson ha acometido su película más ambiciosa —cifran su presupuesto en más de 100 millones— para cumplir finalmente su sueño. Lo hace entendiendo que la única forma de ser fiel a Pynchon era siendo, irónicamente, tremendamente infiel. De aquella novela, ambientada en la época de Reagan, y que indagaba en qué quedaba de los grupos revolucionarios de los 60, Anderson se queda con ciertos mimbres temáticos, pero sobre todo con la esencia del libro para hacer la mejor adaptación posible y, sin duda, una de las mejores películas del año.

En uno de los principales cambios, y uno de los más lógicos, Anderson se trae la historia al presente para ver qué queda de los grupos revolucionarios ahora, en un momento en el que los migrantes están en jaulas, como enseña en su contundente primera escena. Ahora Reagan es Donald Trump, y sus políticas se sienten en todos los costados de la sociedad, especialmente en aquellas comunidades donde los latinos son mayoría.

Aquí el grupo revolucionario, en el que milita un Leonardo DiCaprio como héroe fumeta que tiene mucho de El Nota de El Gran Lebowski, se deja el cuerpo para liberar a los migrantes hasta el momento en el que cogen a una de sus integrantes —esa Perfidia con nombre icónico—, también pareja del personaje de DiCaprio. Ahí entra en juego el villano desquiciado, exagerado y sobreactuado (voluntariamente) al que da vida Sean Penn, supremacista blanco tan pendiente de limpiar la raza blanca americana como de satisfacer su fetichismo por una mujer negra.

La película da un salto en el tiempo para crear un viaje febril y colocado, tanto como lo está el personaje de DiCaprio, a un presente en el que los movimientos revolucionarios han sido aniquilados, pero donde probablemente sean más necesarios que nunca. A través de una historia de venganza, Paul Thomas Anderson construye su película más eminentemente política. Una que nos dice claramente que la lucha activa debe, como el cariño, ser transmitidos de generación en generación si queremos que haya un futuro. Lo hace a través de esa transmisión generacional entre el personaje de DiCaprio —cuyo look está condenado a ser imitado en fiestas de disfraces y ser parte de la historia del cine— y su hija.

Aunque sea una película política hasta en el último de sus fotogramas, Anderson lo hace desde el juego, desde la mezcla de tonos y géneros más heterogénea e iconoclasta posible. Una batalla tras otra es un thriller político, una película de acción tremendamente sexy, una comedia negrísima y hasta absurda y, en su corazón, una hermosísima historia sobre los vínculos paternofiliales y qué es lo que nos hace una familia, si la sangre o los valores que se transmiten en la educación.

Lo hace con un guion complejísimo, que en apariencia es desquiciado y que, sin embargo, nunca llega a desbordarse. Enlaza escenas, como pasaba en Licorice Pizza, que parecen disonantes entre sí, para ir componiendo un puzle que solo se atisba cuando han concluido esas dos horas y media de película que, por suerte, se pasan volando. Una película mutante, que se transforma constantemente y que, sin embargo, siempre es fiel a sí misma y a su espíritu.

Si Sean Penn se rinde al exceso, sorprende la forma de encontrar el equilibrio de Leonardo DiCaprio en una de sus mejores interpretaciones. Se le nota disfrutar, juega incluso al humor físico, pero midiendo cada gesto para nunca pasarse de la raya. Está lejos de lo que hizo Joaquin Phoenix en Puro vicio o lo que el mismo actor hizo recientemente en Eddington, película con la que Una batalla tras otra haría un buen programa doble.

Tanto Paul Thomas Anderson como Ari Aster se revelan como dos cineastas tremendamente preocupados por el presente de su país hasta el punto de realizar dos películas políticas en filmografías que no se habían caracterizado por ello. Pero mientras que Aster acaba fagocitado por su exceso, la maestría de Anderson es la que le eleva por encima de muchas propuestas recientes. No se deja llevar por la tentadora sátira, sino que consigue ser divertida tomándose en serio cada una de sus ideas. Una carcajada puede ir acompañada de un latigazo político de altura sin que nada chirríe.

Consigue, además, una película visualmente fascinante con escenas para el recuerdo. Ese parkour a contraluz que termina en caída; todo lo que envuelve a ese sensei latino defensor de los migrantes que interpreta con calidez un sobresaliente Benicio del Toro y, sobre todo, una persecución final por las carreteras del desierto que es imposible borrar de la memoria.

Pero, sobre todo, lo que late en su interior, es la reflexión pertinente sobre un presente que necesite que las revoluciones no acaben, que el inconformismo, la queja y la lucha estén en los más jóvenes. Paul Thomas Anderson lo escenifica de forma contundente con una escena final hermosa y emocionantísima, el abrazo de un padre a su hija que tiene mucho de transmisión de legado.

Cada cierto tiempo regresa el debate de qué directores actuales están destinados a ser historia del cine. Paul Thomas Anderson lleva años reivindicando su lugar, pero con Una batalla tras otra deja claro que merece estar en esa lista, y puede que hasta merezca un Oscar que se le resiste desde Boogie Nights.