Teresa Estrada ha decidido romper su silencio tras años de sufrimiento. A los 12 años, fue víctima de abusos sexuales por parte de Luis M. López Lasaga, un sacerdote de la diócesis de Zaragoza. Estos abusos se prolongaron hasta que cumplió 21 años. Para ella, este secreto ha sido un “enorme” peso, pero ya no puede callar más. Su relato, al igual que el de muchas otras víctimas de pederastia en la Iglesia católica, revela una vida marcada por el miedo, la manipulación y el dolor.

La falta de reconocimiento y apoyo por parte de las autoridades eclesiásticas agrava su sufrimiento. "Nadie en la Iglesia se ha dignado a pedirnos perdón. Nos han destrozado la vida y nos la siguen destrozando", afirma Teresa desde Galicia, donde se trasladó para escapar de su pasado.

Su marido, Eliseo Gregorio, también sufrió abusos en su infancia por parte de Jesús Ceballos, un sacristán en Bilbao. Las agresiones comenzaron cuando él tenía solo 5 años y continuaron hasta los 21, incluyendo maltratos físicos. Ambos han solicitado apoyo a través del plan PRIVA, creado por la Conferencia Episcopal Española para atender casos de abusos, pero aún no han recibido respuesta.

La falta de recursos para acceder a apoyo psicológico y la ausencia de asistencia de otras instituciones aumentan su sensación de abandono. En su primer año, la comisión del Plan de Reparación Integral a menores y personas equiparadas en derechos víctimas de abusos sexuales (PRIVA) ha aprobado indemnizaciones para 39 supervivientes de un total de 89 denuncias, con compensaciones que oscilan entre 3.000 y 100.000 euros. Sin embargo, colectivos como la Asociación Nacional de Infancia Robada (ANIR) consideran estas cifras “ofensivas”, ya que minimizan el daño sufrido por las víctimas.

La Iglesia católica española ha sido criticada por su historial de negación y encubrimiento de abusos sexuales a menores. A pesar del aumento de denuncias, la institución ha intentado restar importancia a los casos, considerándolos aislados. Esta actitud contrasta con la de otras iglesias europeas, como en Irlanda o Alemania, donde se ha reconocido públicamente la gravedad de los hechos.

Teresa llegó a Zaragoza en su adolescencia. Fue el propio López Lasaga quien le sugirió acudir a la parroquia para facilitar su adaptación. Allí comenzaron los abusos y la violencia física. El sacerdote ejercía un control absoluto sobre ella, sometiéndola a agresiones reiteradas. A pesar de buscar ayuda en las monjas de su colegio, estas le aconsejaron no denunciar, advirtiéndole que podría hacer daño a su familia.

El miedo y la presión social silenciaron a Teresa durante años, pero ahora su voz se une a la de otros que han sufrido en silencio.