Se equivocó Garamendi poniendo como ejemplo a Alcaraz, un deportista al que hace poco juzgaban soberanamente porque para rendir necesita salir y pasar tiempo con los tuyos; pero, sobre todo, se equivocó pensando que los trabajadores se siguen tragando el mantra de “la cultura del esfuerzo” sin sedación

Se lo escuchamos recurrentemente a gurús, youtubers, coachs, a políticos, a empresarios como Elon Musk —que una vez dijo que había que trabajar al menos 80 horas semanales— y, por supuesto, se lo escuchamos al presidente de la CEOE, Antonio Garamendi: La cultura del esfuerzo. L-A-C-U-L-T-U-R-A-D-E-L-E-S-F-U-E-R-Z-O. Una expresión que brota de sus cuerdas vocales con la misma naturalidad y frecuencia con la que los relojes marcan las horas, porque “la cultura del esfuerzo” todo lo ampara, lo justifica y lo excusa. Todos verbalizan una sociedad en la que las oportunidades pertenecen a quienes se las han ganado, aunque saben perfectamente que en la sociedad las oportunidades llegan por otros caminos mucho menos meritocráticos.

“¿Tú crees que Carlitos (Alcaraz) trabaja 37 horas y media a la semana? No. Es la cultura del esfuerzo. La cultura de sufrir, de saber qué pierdes, qué ganas”, aseguró Garamendi la pasada semana durante su intervención en el Forbes Spain Economic Summit 2025, a colación de la fallida reducción de la jornada laboral. “Esos no son los estímulos que desde la sociedad se lanzan. Se lanza este estímulo: hay que trabajar menos para vivir mejor”, añadió desesperanzado.

¡La gente quiere trabajar menos para vivir mejor! ¿Pero qué ordinariez es esta? ¿Qué bajeza moral? ¿Quién en su sano juicio querría trabajar menos para vivir mejor? ¿Qué somos, animales? ¿Alimañas? ¿Vagos? ¿Maleantes? ¿Facinerosos? ¿Salvajes?

En primer lugar, se equivocó bastante Garamendi poniendo como ejemplo a Carlos Alcaraz, un deportista al que hace pocos meses juzgaban soberanamente porque en su documental contaba cómo para rendir necesita desconectar, salir de fiesta y pasar tiempo con los suyos, cómo es incapaz de ser un deportista de élite ajeno a unas vacaciones con sus amigos en Ibiza o a una escapada con sus padres y hermanos antes de algunos torneos importantes.

Pero, sobre todo, en lo que se equivocó Garamendi es en pensar que los trabajadores se siguen tragando el mantra de “la cultura del esfuerzo” sin sedación, anestesia y sobre todo sin un salario que les permita pagarse una vivienda y ahorrar. Tal vez hace veinte años, incluso diez, fuese fácil todavía encontrarse con trabajadores integrantes de la secta de la cultura del esfuerzo, creyentes de eso de que el esfuerzo es el único factor concebible para conseguir resultados laborales, pero hace bastante tiempo que dejó de ser así.

Hace tiempo que sabemos que la “cultura del esfuerzo” funciona como un dogma moralizador sin mayor pretensión que amparar desigualdades y precariedades. Lo único que pretende es dar a entender que el éxito es algo que solo depende del esfuerzo y de la dedicación personal, así que si no consigues lo que te propones, si no consigues que tu salario mejore, si no consigues vivir mejor, la culpa es tuya porque no te esforzaste lo suficiente.

Hace tiempo que sabemos que “la cultura del esfuerzo” pasa por alto las variables multifactoriales arraigadas en el sistema laboral: las condiciones que imposibilitan la conciliación, la necesidad de pedirse jornadas reducidas de muchas madres, las bajas laborales por ansiedad, los enchufes, los amiguismos, el inmovilismo o la escasa capitalización del talento.

La cultura del esfuerzo persigue la dedicación y el control. El mismo que pretenden conseguir poniéndote una zona de descanso en la oficina para que estires las piernas diez minutos mientras haces tres horas extras sin remunerar, diciéndote que todos los trabajadores sois “una familia” o llevándote una caja de croissants a las reuniones de los martes. Cuando incluso lo que comes se convierte en un asunto de tus superiores, no solo están comprando tu tiempo: te están comprando a ti, están convirtiendo al trabajo en toda tu única identidad y al el esfuerzo en tu único dogma.