Como en Estados Unidos, alguna voz habrá que no vea con buenos ojos ni los pactos con Vox ni esa competición discursiva, pero son voces que ni se alzan ni plantean abiertamente sus discrepancias
Tras las elecciones autonómicas y municipales de 2023, cuando Mazón reventó la estrategia de Feijóo –esconder hasta después de las generales la inevitabilidad de los acuerdos de gobierno a los que iba a llegar con Vox–, la reacción de buena parte de la derecha tuvo más que ver con el silencio y la complicidad que con el escándalo. Pocos fueron los que alzaron la voz mientras las coaliciones con Vox conducían al recorte de ayudas para las víctimas de violencia de género, de derechos laborales, de partidas presupuestarias para combatir el cambio climático.
El desprecio de Vox a la memoria histórica y democrática tampoco generó mucho rechazo: tanto es así que los consejeros de Vox en ningún caso han sido expulsados de sus gobiernos por comportamientos intolerables. Hubo que esperar a que se fueran por voluntad propia: el Partido Popular no rompió gobiernos. Nunca se liberó de la ultraderecha: la ultraderecha se apartó porque así lo quiso.
En Estados Unidos, al otro lado del Atlántico, la derecha tradicional no ha tenido tampoco demasiados puntos de quiebre con la infección trumpista que se apoderó hace mucho de su partido: ha habido disidencias, y sólo de una minoría, en lo que tiene que ver con los escándalos de Epstein, en alguna ayuda agraria, en el caso de uno o dos congresistas estrafalarios por discrepancias en lo que tiene que ver con Gaza.
Asociaciones como el Proyecto Lincoln o los republicanos anti-MAGA no tienen un peso especial en la estructura o representación del partido. La derecha democrática ha asumido un rol de subalternidad total y su nuevo papel es la tolerancia a la involución democrática del gobierno de su país. Si Trump empieza a perseguir a disidentes políticos, no mueven un dedo; si hace desaparecer a personas migrantes, tampoco hay escándalo.
Corremos el peligro de que España viva una situación similar. Feijóo, que siempre ha intentado exhibirse como el moderado que no es, recondujo el partido a una competición discursiva en los márgenes de la radicalidad: endureció su discurso migratorio para parecerse a Vox y taponar fugas de voto, compró cada uno de sus marcos, asumió que el futuro de la derecha pasa necesariamente por hacerse cada vez más indistinguible de su flanco más radical. Y, como en Estados Unidos, alguna voz habrá que no vea con buenos ojos ni los pactos con Vox ni esa competición discursiva, pero son voces que ni se alzan ni plantean abiertamente sus discrepancias. ¿Dónde están en España los demócratas de derechas?
Si España continúa por el camino de la evolución electoral que han tenido otros países europeos, ya tan ingobernables como Francia o con un cordón sanitario aún vivo y disfuncional –como es el caso de Alemania–, es urgente que recupere en su sistema político la posibilidad de una derecha democrática, capaz de afear en público los excesos de Vox; una derecha que opte por distinguirse de los ultras en lugar de mimetizarse con ellos. Es verdad que Vox no es sino una escisión del Partido Popular y que del Partido Popular nace, en forma de protuberancia forjada tras la extracción de su vertiente más franquista; es cierto que tampoco ayuda el origen histórico del Partido Popular, y que la cabra –o el águila– tira al monte. Pero yo, al menos, conozco a varias personas de derechas –y tengo amigos de derechas– a quienes Vox les produce rechazo, les parece una formación repulsiva, pero son voces que oigo poco o que no hablan demasiado en alto sobre todo lo que les parece inaceptable.
Demócratas de derechas: expresen las líneas rojas que aún consideran inaceptables, si siguen siéndolo. La alternativa es ir perdiendo por el camino la humanidad. Exijan a sus partidos que no pacten como si fuera algo natural con quienes piden la deportación de millones de españoles. No callen cuando sus partidos integren en el argumentario las ideas de los ultras, como si a través de esa integración los taponaran en lugar de concederles una victoria. Más allá de los autócratas, el mundo está lleno de practicantes a quienes el curso de la historia no eximirá ni de culpa ni de responsabilidad: estar cumpliendo órdenes nunca fue una coartada válida para cometer crímenes de lesa humanidad. Si no están dispuestos a sacrificar a personas que quieren, a amistades, a seres humanos y vidas preciadas, queridas: hablen. Si no hablan, al menos sepan que a través del silencio también se asfalta la ruta que conduce a la catástrofe; que el camino al infierno está repleto de buenos propósitos.