Por: Tejal Rao

Salí del bullicio de Petitgrain Boulangerie, en Santa Mónica, California, con un croissant sencillo recién salido del horno, aún caliente. Intenté dejarlo enfriar, pero al final no pude resistirme.

Con los dedos aún brillantes de grasa y los jeans cubiertos de migajas, empecé a imaginarme, tan solo por un segundo, cómo sería si reorganizara mi vida y me mudara a este lado de la ciudad para poder llegar caminando a esta panadería. Este recordatorio de que un croissant sencillo podía tener este efecto en la competitiva —y a menudo absurda— era de los croissants extremos, se sintió muy bien.

A primera vista, el croissant normal no genera emoción. No dispone de la geometría arremolinada de un croissant Suprême ni la llamativa apariencia de algún híbrido viral que sabe desd

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