Imaginen la escena. Cataratas del Iguazú. Están ahí, en la pasarela, absortos, envueltos en una neblina húmeda, fascinados por el incesante, impetuoso, atronador caudal que se vuelca en un abismo de más de ochenta metros de profundidad. La musculosa masa de agua se revuelve en un espumoso remolino de reflejos brillantes. A toda hora, todo el tiempo el cíclope rabioso, herido por lanzas de luz, cae vencido.

Allá, atrás, en medio del torrente agitado, verán un botecito de madera balsa del que sobresalen dos palitos de helado. ¿Se reconocen en ese náufrago empapado de sudor que rema contra la corriente? Con toda la fuerza que le dan los brazos, trata de frenar, retroceder, retardar el inevitable descenso hacia la ranura de la Garganta del Diablo. En esa urna debe dejar las cenizas del elegid

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