Nuevas pruebas sobre violaciones contra simpatizantes de izquierdas desnudan la faceta más macabra de los servicios de inteligencia cuatro décadas después de la matanza del Palacio de Justicia de Bogotá y pese a la ausencia de una dictadura equiparable a la de otros países de la región como Argentina o Chile
Toneladas de explosivos detonadas en la selva: dentro del desarme de un grupo disidente de las FARC en Colombia
La masacre durante la toma y el contraasalto del Palacio de Justicia de Bogotá, hace justo 40 años, fue la desembocadura de todas las aguas putrefactas de la violencia en Colombia. El sanguinario ataque inicial de la guerrilla del M-19, donde militaba el hoy presidente Gustavo Petro, solo queda como preludio de una sangría mucho mayor. Las Fuerzas Militares y de inteligencia se encargaron de consumar la tragedia. Las balas de los soldados, adiestrados en la fiebre anticomunista y los manuales de antiinsurgencia estadounidenses, mataron a magistrados, funcionarios y empleados inocentes.
Pero aquella suerte de esquizofrenia institucional también los arrastró a torturar. A sembrar el horror. Y escribir una de las páginas más aberrantes en la historia del país.
El plan guerrillero, similar al ejecutado por el Frente Sandinista para la Liberación nicaragüense en 1978, consistía en asaltar la sede del poder judicial como represalia por los incumplimientos de los acuerdos de cese el fuego bilateral y búsqueda de caminos hacia una paz negociada con el Gobierno del Conservador Belisario Betancur (1982-1986). Con tan solo 41 insurgentes —seis de ellos no entraron en el recinto— el escuadrón del M-19 inició a las 11:40 de la mañana de aquel 6 de noviembre la toma del monumental edificio de piedra amarillenta en pleno corazón político de Bogotá.
Solo dos guerrilleros saldrían con vida tras un drama que duró 28 horas e incluyó el desembarco de fuerzas especiales en la azotea, uso de explosivos y hasta un tanque de guerra para derribar la entrada principal.
Fueron 95 muertos y 11 desaparecidos. Aquella jornada desnudó una historia de barbarie mayor cuyas piezas aún se hallan dispersas. Algunas de ellas en informes de organizaciones de derechos humanos, testimonios de exagentes o investigaciones de la estatal Comisión de la Verdad.
Con todo, aún no existe un trabajo que condense toda aquella conducta que, a lo largo de los 80 y 90, funcionó como un pilar en la lucha antiguerrilla. Con la misma lógica y crueldad de las dictaduras del Cono Sur, pero en un país que ha vivido una historia democrática casi continua, oficiales de inteligencia dejaron una estela de violaciones de los derechos humanos contra simpatizantes de izquierda.
Todo vale contra el ‘enemigo interno’
Los investigadores del tribunal transicional para el conflicto interno, la Justicia Especial para la Paz (JEP), se hallan en el entuerto de conectar los puntos. Más de uno se confiesa impactado por la cantidad de pruebas que han emergido en los últimos meses. Cada vez queda más claro que, por ejemplo, dentro del mismo marco del Palacio de Justicia, algunos de los miles de víctimas del partido de izquierdas Unión Patriótica (UP) fueron presa de las operaciones de la misma compañía del disuelto batallón Charry Solano, al norte de Bogotá, donde posiblemente fue torturada la guerrillera del M-19 Irma Franco, tal vez el mejor documentado caso de desaparición forzada en los hechos de noviembre de 1985.
Todo apunta que la guerra sucia que se ha tratado de presentar desde sectores políticos como una reacción violenta orquestada por sanguinarios paramilitares, terratenientes de ultraderecha y algunos efectivos aislados de la fuerza pública, fue en realidad un plan cuyo asidero se gestó en el corazón mismo de la estructura de los servicios de espionaje y contraespionaje del Estado.
Lo que hizo la inteligencia militar en Colombia [...] es una labor criminal del tipo de los Escuadrones de la Muerte en Guatemala y El Salvador
La magistrada Catalina Díaz, de la sala de reconocimiento de verdad y responsabilidad de la JEP, asegura a elDiario.es que hasta ahora no se había investigado “a fondo” el papel de estos aparatos en los crímenes contra la UP. “Hay nueva evidencia, por ejemplo, de que hubo un seguimiento sistemático contra la Unión Patriótica y que la inteligencia militar incluso pudo estar detrás de la estigmatización y construcción de un relato peyorativo para legitimar su accionar”.
El ya mencionado batallón Charry Solano, que en 1986 se convirtió en la Brigada XX, acumula 35 denuncias de tortura, 51 de ejecuciones sumarias y 73 de desapariciones forzadas. Un grupo de organizaciones de derechos humanos ha entregado, desde 2020, pruebas con hechos ocurridos, presuntamente, entre 1977 y 1998. Uno de aquellos denunciantes, el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, ha sufrido más de 30 años de persecución, acoso y actos ilegales por parte del Ejército. Por ello, en 2024, la Corte Interamericana de Derechos Humanos solicitó al Estado colombiano responder por violaciones contra sus miembros, ligados a la izquierda política, y sus familias.
Una fuente judicial que pide mantener su nombre oculto, resume: “Lo que hizo la inteligencia militar en Colombia entre los años 1978 y 1989, más o menos, es una labor criminal del tipo de los Escuadrones de la Muerte en Guatemala y El Salvador. Es el mismo modelo, bajo la premisa de que el enemigo interno comunista era susceptible del ejercicio de la violencia. Legal o ilegal”.
Los políticos maquillaron la verdad
A medida que se conocen más casos, donde los nombres de algunos generales o coroneles se repiten, y las piezas van dando forma al rompecabezas, la sociedad colombiana empieza a cuestionar más la conducta militar. Jorge Cardona, reportero y exeditor del diario El Espectador, regresa sobre el caso del Palacio de Justicia: “La postura de la clase política, con las excepciones de siempre, fue rodear a las Fuerzas Armadas. Una de las primeras voces institucionales disidentes fue la Procuraduría, que denunció en 1986 al presidente Belisario Betancur y manifestó que hubo exceso de la fuerza y desconocimiento del derecho internacional humanitario”.
La Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, sin embargo, absolvió al presidente Conservador siete meses después de los hechos. Para Cardona, la “vía política fue decorando la impunidad”. Helena Urán Bidegaín es hija de Carlos Horacio, magistrado muerto durante la retoma del Palacio de Justicia. Ella ha dedicado una parte importante de sus 50 años a entender los hechos: “Parte de los expedientes relacionados con las masacres y las torturas del Estatuto de Seguridad, implementado por el presidente [Julio César] Turbay [1978-1982], se quemaron en el Palacio de Justicia. Todo quedó suspendido. Y la construcción del relato que se ha hecho desde sectores del poder es acomodaticia y solo exalta sus actuaciones, así hayan sido indignas”, dice a elDiario.es.
Otra investigadora que pide no ser identificada, trae a colación las declaraciones televisadas del coronel retirado Alfonso Plazas Vega, absuelto en 2015 de responsabilidad en dos casos de desaparición forzada, y quien fue una de las cabezas visibles en el asalto de recuperación de la sede judicial en 1985. Mientras el humo y las llamas carbonizaban el edificio, el militar vociferó al ser preguntado por el objetivo: “¡Mantener la democracia, maestro!”. El alcance de su labor, sin embargo, aún deja grandes interrogantes. Porque en Colombia, argumenta la misma fuente, se han normalizado los desmanes de una operación castrense sanguinaria: “Como si en Colombia existiera la pena de muerte”.
El silencio de cientos de víctimas que sufrieron en algún momento aberraciones confirma que el país aún navega la superficie de una etapa negra. “Hay dos momentos. Desde finales de los años 70, los militares mezclan el secuestro, la tortura, y, en menor medida, los homicidios, en instalaciones militares, como el Cantón Norte y el Charry Solano en Bogotá. Hoy la evidencia apunta a que, en algún momento de la segunda mitad de los 80, dejan de hacerlo en los cuarteles porque ya era problemático y se aceleran los asesinatos extrajudiciales en otros contextos. Se ha establecido que los soldados tiraban los cadáveres en zonas de las afueras de Bogotá como Funza, Choachí o el Tequendama”, asegura un investigador.

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