La COP30 de Belém do Pará (Brasil) se celebra en un planeta que atraviesa su periodo más cálido desde que existen registros. La Organización Meteorológica Mundial ha confirmado que 2023, 2024 y 2025 constituyen los años más calurosos de la historia moderna.
En este escenario, la Unión Europea (UE) se presenta como ejemplo de liderazgo climático, con una retórica de justicia ambiental y solidaridad global pero, dentro de sus fronteras, se consolida una desigualdad importante: el sur mediterráneo (España, Portugal, Italia, Grecia) es especialmente vulnerable al cambio climático y sus consecuencias, sin recibir una compensación proporcional.
Aunque todos los Estados miembros comparten el compromiso de reducir las emisiones en el marco del Pacto Verde, el Reglamento Europeo de Reparto del Esfuerzo asigna porcentajes distintos según el PIB per cápita y la estructura económica.
España, por ejemplo, busca cumplir con algunos de los objetivos más ambiciosos asignados dentro de este reparto, ya que su porcentaje de reducción de emisiones es más elevado que el de otras economías mediterráneas con menor PIB per cápita. Lo hace, además, en un contexto de vulnerabilidad creciente: sufre daños derivados del cambio climático y carece de mecanismos de compensación adecuados que equilibren el peso de esos esfuerzos dentro del bloque europeo.
Un punto caliente del cambio climático
El Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico publicó en octubre de este año el informe ERICC, que identifica 141 riesgos climáticos para España. Entre ellos destacan la desertificación progresiva, la pérdida de cosechas, los incendios forestales recurrentes y la reducción crítica de recursos hídricos.
Estos riesgos hace mucho tiempo que dejaron de ser proyecciones teóricas. Son ya realidades perfectamente observables: los termómetros superan los cuarenta grados en zonas interiores, los embalses registran mínimos históricos, la superficie quemada equivale cada verano a la de una provincia de tamaño mediano. En paralelo, la mortalidad asociada al calor ha aumentado de forma sostenida, especialmente entre los mayores.
España, como parte de la península ibérica y la cuenca mediterránea, es ampliamente considerada una de las regiones más vulnerables y un “punto caliente” (hotspot) del cambio climático dentro de la Unión Europea. Su vulnerabilidad es alta. De hecho, el Centro Común de Investigación de la Comisión Europea alerta de pérdidas agrícolas que podrían alcanzar entre el 10 % y el 20 % en la próxima década. Por otro lado, el norte experimentaría una expansión relativa de su productividad agrícola.
Justicia climática
A ello se suma una brecha energética estructural: los países septentrionales reciben más fondos de transición porque la Unión Europea prioriza la reconversión industrial y minera, concentrada históricamente en el norte y el centro del continente. En cambio, el sur enfrenta un reto distinto: adaptarse a un entorno climático extremo que exige inversiones constantes en estructuras como desaladoras, sistemas de riego y redes eléctricas reforzadas.
Las tarifas en el norte son más estables porque esos países disponen de redes eléctricas más integradas, una mayor capacidad de almacenamiento y menor dependencia de la climatización estival, lo que suaviza las oscilaciones de precios.
El resultado es un modelo que favorece a quienes transforman su industria y penaliza a quienes deben proteger su territorio del impacto climático inmediato.
A pesar de ello, el diseño institucional de Bruselas mantiene un enfoque homogéneo. Las mismas metas de reducción de emisiones rigen para Laponia y Andalucía, pese a sus realidades opuestas. Andalucía ha emitido más que Laponia, pero enfrenta una transición más costosa, con calor extremo, falta de agua y pérdidas agrícolas. El principio de justicia climática se diluye así en su aplicación dentro de la UE.
Las políticas de descarbonización han incrementado los costes de producción agrícola e industrial, especialmente en regiones dependientes de sectores intensivos en agua y energía. El resultado es una paradoja: los territorios más vulnerables son los que asumen la carga más pesada de la adaptación, sin mecanismos compensatorios suficientes en los fondos europeos de transición justa.
En la COP30 de Belém, el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, y el secretario general de la ONU, António Guterres, apelan a la coherencia entre discurso y acción. Ambos líderes insisten en que una transición justa exige reconocer las desigualdades estructurales entre regiones y adaptar las políticas al grado de vulnerabilidad. Esa misma lógica, aplicada dentro de Europa, pone en cuestión la equidad del modelo verde.
La transición tiene un coste elevado para España
La experiencia de España en la transición climática europea ilustra las complejidades de equilibrar la adhesión a la normativa de descarbonización, la gestión de costes económicos significativos y la búsqueda de una redistribución equitativa de los recursos y beneficios.
En cierto modo, España reúne todos los ingredientes de esa contradicción: cumplimiento normativo, costes elevados y escasa redistribución.
El país ha demostrado un alto grado de compromiso ambiental. Ha reducido emisiones, incrementado la generación renovable y avanzado en políticas de economía circular. No obstante, la falta de flexibilidad en la aplicación de las normas europeas agrava desigualdades sociales y territoriales.
Sectores como la agricultura, el turismo y la energía enfrentan una transformación forzada que compromete empleos y estabilidad económica. En Andalucía, Murcia y Castilla-La Mancha, el agotamiento de los acuíferos y la caída de la rentabilidad agraria convierten el “discurso verde” en un desafío de supervivencia. Parte de ese agotamiento proviene del propio modelo de regadío intensivo, que ha sostenido durante décadas la economía regional, pero hoy compromete su sostenibilidad. La transición ecológica exige reformar ese sistema sin ofrecer aún alternativas productivas equivalentes.
Una estrategia diferenciada por regiones
La Comisión Europea se enfrenta a una disyuntiva: mantener una política uniforme relativamente insensible a las diferencias existentes o avanzar hacia una estrategia diferenciada por regiones.
La justicia climática implica atender a quienes están en primera línea del cambio ambiental. La UE debe reconocer sus propias asimetrías. En cierto modo, España representa el límite físico y político del modelo verde europeo: un territorio que encarna los costes del cambio sin disfrutar plenamente de sus beneficios: inversión, empleo sostenible, estabilidad energética e innovación tecnológica.
El norte y el centro de Europa concentran la mayoría de esos retornos gracias a su tejido industrial y su posición en las cadenas de valor. Mientras, España asume los costes físicos y de adaptación –sequías, incendios y desertificación– sin recibir en igual medida los frutos de esa modernización.
Hacia una justicia climática europea
La Unión Europea podría garantizar una justicia climática efectiva aplicando políticas que reconozcan las diferencias estructurales entre sus Estados miembros. En primer lugar, debería incorporar la vulnerabilidad climática como criterio de reparto en todos los fondos verdes para que las regiones más afectadas –por sequías, desertificación o incendios– reciban un apoyo proporcional a sus riesgos.
En segundo lugar, convendría ampliar el Fondo de Transición Justa, actualmente centrado en el cierre de minas e industrias del norte, hacia un instrumento que también financie la adaptación ecológica en el sur.
Finalmente, la UE debería crear un mecanismo de solidaridad climática que compense los costes desiguales de la transición. Existen instrumentos parciales, como el Mecanismo para una Transición Justa o el Fondo de Cohesión, pero fueron concebidos para la reconversión industrial y no para compensar los impactos físicos del cambio climático, por lo que aún no actúan como mecanismos de justicia climática efectiva.
En Belém, los líderes reclaman coherencia; en Bruselas, esa coherencia sigue pendiente. La transición ecológica será verdaderamente justa cuando los países que más sufren reciban una protección proporcional a su vulnerabilidad, también dentro de la UE.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
Lee mas:
- Por qué los países europeos no tienen más remedio que aumentar la edad de jubilación: el caso de España
- José Capilla, rector de la Universitat Politècnica de Valencia: “La IA nos obliga a revisar cómo enseñamos y cómo evaluamos”
- Del Cholo a Apollo: ¿qué implica que un fondo de inversiones se convierta en accionista mayoritario del Atlético de Madrid?
Armando Alvares Garcia Júnior no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


The Conversation Español
Tribune Chronicle Community
Cover Media
CNN Politics
@MSNBC Video
CNN
The Tonight Show
KFDA-TV Sports