El 1 de abril de 1939, desde Burgos, Francisco Franco emitió el parte radiofónico que daba por finalizada la guerra civil española: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.
Los vencedores habían ganado en todo el territorio. Sin embargo, para ellos, las ciudades eran todavía un territorio cuanto menos hostil. No por casualidad, la mayoría de las grandes urbes españolas se habían mantenido fieles a la República.
Por ello, después de la conquista venía la purga de la posguerra y el reparto del botín cantados por Joaquín Sabina en De purísima y oro:
“Habían pasado ya los nacionales
habían rapado a la señá Cibeles
volvían a sus cuidados
las personas normales
a la hora de la conga, en los burdeles
por San Blas descansaba el pelotón”.
El gran retroceso
El rechazo y temor a la gran ciudad encontró su traducción en los sucesivos intentos de la dictadura para frenar la migración interna: se buscaba favorecer el control social, desarticular las posibles tentaciones opositoras y, sobre todo, paliar la tensión por la escasez de alimentos y vivienda. La miseria impugnaba la visión que los vencedores querían proyectar de sí mismos y de la España surgida tras la victoria, envuelta en los oropeles de la grandilocuente retórica imperial.
Sin embargo, el franquismo fracasó en su intento. Para miles de españoles, huir a la gran ciudad y refugiarse en el anonimato de la ilegalidad era una alternativa –precaria si se quiere– para sobrevivir a los duros tiempos de la posguerra. Lo retrata con crudeza (y sin que la censura lo detectase) la película de 1951 Surcos. Por otra parte, la política de control del precio de los arrendamientos alivió la situación de las familias de alquiler, pero fue incapaz de ofrecer una solución al resto, dando lugar a un incremento de los problemas de hacinamiento, realquiler y chabolismo.
Aunque la dictadura había logrado reorientar sus alianzas internacionales y someter a cualquier oposición relevante o disensión interna, la debacle económica fruto de la ideológica y delirante política autárquica amenazaba su continuidad. Nuevamente, las protestas surgieron en las ciudades cuando la subida de las tarifas de los tranvías desató una huelga en Barcelona en marzo de 1951.
A pesar del clima represivo, la población se negó a usar el transporte público a lo largo de dos semanas: las ventas de billetes cayeron de los 834 734 de media diaria a tan solo 500. El malestar acabó provocando la primera huelga general desde 1939 en todo el cinturón industrial barcelonés y encontró reflejo en la huelga de tranvías de Madrid y en las obreras en el País Vasco y Navarra.
Una modernización autoritaria
La dictadura franquista se vio obligada a rectificar su política económica, cuyo punto de no retorno fue el Plan de Estabilización de 1959.
Tres elementos resultaron claves en su éxito: los ingresos del turismo, las inversiones extranjeras y las remesas de los emigrantes. La liberalización económica aceleró los movimientos de población internos y externos, provocó profundos cambios en la sociedad española (como la incorporación de las mujeres a la economía formal en puestos subordinados y auxiliares, por la necesidad de mano de obra barata) y, sobre todo, tuvo que reconocer el papel fundamental del mundo urbano como base de cualquier economía compleja y de mercados laborales diversificados.
La afluencia a las grandes ciudades desbordó sus límites municipales, ampliando la metropolización iniciada a principios del XX. Las urbes españolas pasaron de acoger el 19,11 % de la población en 1940 al 36,78 % en 1970. Esta expansión tuvo un carácter marcadamente clasista: los sectores de menores ingresos y los emigrantes no cualificados recién llegados se vieron expulsados a las periferias. Solo en Madrid, se contabilizaban más de 72 000 chabolas (que albergaban a más de 180 000 personas) en 1960. Como sucede en la actualidad con la inmigración extranjera, se buscaba su explotación laboral, pero se quería invisible la pobreza y marginalidad, para ocultar la sangrante desigualdad de este rápido crecimiento.
A mediados de los años cincuenta, la política oficial de construcción masiva de viviendas se caracterizó por bloques alineados y aislados, de deficiente calidad, con notables carencias y ausencia de todo tipo de infraestructuras. Sin embargo, representaron una sensible mejora respecto a los poblados de barracas, al generalizar la dotación de agua corriente, la eliminación de aguas residuales y la incorporación de las cocinas de gas butano.
A finales de los sesenta, las promociones derivaron al modelo de colmenas de mayor altura, algo más amplias y con mejores equipamientos, al estilo del barrio de la Concepción en Madrid o del de la Mina de Barcelona, pero con significativos problemas de hacinamiento y densificación. La intensa actividad constructora hizo que la vivienda en propiedad pasase del 49 % en 1950 al 63,4 % en 1970. Y, a pesar de ello, en 1975 se calculaba que entre 200 000 y 300 000 personas todavía vivían en 100 000 o 150 000 chabolas.
Las ciudades se levantan
Tras cuarenta años de dictadura, el franquismo ya no era como el protagonista de La ciudad no es para mí, perdido en un entorno que no parecía el suyo. En verdad, creía haber dominado el ecosistema urbano igual que controlaba los nombres de las calles o condicionaba el espacio público. De hecho, fue sintomático que el último aquelarre –con el dictador agonizante– se celebrara el 1 de octubre de 1975 en la plaza de Oriente madrileña, abarrotada en una “espontánea” concentración de apoyo.
Sin embargo, la realidad de las urbes españolas era otra. El despertar de la sociedad de consumo (la triada mágica de televisión, frigorífico y SEAT 600, aunque fuera a costa de pluriempleo y endeudamiento) había empezado a abrirse camino en unas clases urbanas dispuestas a olvidar los años de escasez. Pero las nuevas generaciones, hastiadas de la pacata moral nacionalcatólica y de la falta de libertades, alimentaron la contestación a la dictadura.
Ante la represión desproporcionada del gobierno, el movimiento vecinal (con un gran protagonismo femenino), el mundo universitario, el sindicalismo obrero (con un peso fundamental de las nuevas Comisiones Obreras) y el catolicismo de base, entre muchos otros, dieron lugar a una creciente politización de unas demandas inicialmente sectoriales.
La posibilidad de un franquismo sin Franco se resquebrajaba a pasos agigantados y la desafección popular impidió su continuidad. La sociedad urbana lideró una transformación que encontró reflejo en los nuevos ayuntamientos democráticos surgidos de la elecciones municipales de 1979, impulsores de planes de ordenación urbana ya sometidos al escrutinio público y a la participación ciudadana. Sin embargo, la larga sombra del sistema corrupto de la dictadura se proyectó sobre el desarrollo de numerosas ciudades con la llegada del nuevo milenio.
Pero eso ya es otra historia.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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