Existe una conexión, más directa de lo que parece, entre el voto a ciertas ideologías y escenarios terroríficos de deshumanización y violencia. La memoria histórica, desde esta perspectiva, no es un ejercicio arqueológico sino un trabajo de anticipación; un mecanismo social de alerta temprana

Los bulos del franquismo que perviven: ni la guerra fue inevitable ni hubo una “extraordinaria placidez” en la dictadura

A cincuenta años de la muerte de Franco —un periodo tan extenso que un servidor ni siquiera había nacido— surge una pregunta incómoda: ¿debemos seguir reivindicando la memoria histórica como herramienta política? ¿No tienen razón los conservadores cuando sostienen que la izquierda no deja de hablar de franquismo para evitar otros debates relevantes?

La respuesta depende, en realidad, de otra pregunta previa: ¿para qué sirve la memoria histórica? No es un asunto sencillo porque la memoria histórica no significa lo mismo para todo el mundo y, de hecho, podemos abordarla desde distintos enfoques. El más inmediato es el deseo de conocer la verdad, de iluminar hechos que permanecieron en las tinieblas durante décadas. El trauma de la guerra civil, el silencio impuesto por la represión franquista y, más tarde, la consigna de la Transición de “no reabrir heridas”, han generado una enorme cantidad de interrogantes todavía pendientes. Este enfoque no sólo busca la verdad, sino también cuestionar los relatos que se instalaron con facilidad, como el mito interesado de que fue Juan Carlos I quien “nos trajo” la democracia.

Este enfoque es indispensable, sobre todo para historiadores y académicos. Algo similar ocurre con la aproximación jurídica, centrada en trasladar al ámbito español las normativas internacionales sobre memoria, verdad y reparación. De hecho, cuántas veces hemos echado de menos una actitud institucional semejante a la de otros países europeos, donde las derechas han asumido un mínimo cordón sanitario antifascista. En España, sin embargo, esa predisposición ha brillado por su ausencia -principalmente porque la derecha española carece de columna vertebral antifascista-.

Por otro lado, la aproximación más extendida entre la izquierda militante es la que busca honrar, reparar y dignificar a las víctimas. Humanizar los nombres, rescatar historias locales, devolver reconocimiento a quienes fueron perseguidos, encarcelados, torturados o asesinados. En el cementerio de mi pueblo, por ejemplo, hay lápidas fechadas en agosto de 1936 donde nadie puede saber —sin memoria— si la muerte fue causada por una enfermedad o por un fusilamiento.

Todos estos enfoques son válidos y, por supuesto, se solapan. Pero ninguno de ellos garantiza por sí solo frenar el avance de la extrema derecha contemporánea. Es decir, tienden a funcionar únicamente dentro de ciertas coordenadas ideológicas (como si fuera una memoria histórica solo útil para algunos segmentos sociales). Y en un país atravesado por dificultades económicas, sociales y ecológicas, resulta improbable que la búsqueda de la verdad, el rigor histórico o la reparación moral movilicen a amplias mayorías. Para ser sinceros, una parte significativa de la sociedad no siente curiosidad por conocer los hechos ni dispone de la empatía necesaria para vincular su vida presente con los dramas del pasado.

Sin embargo, existe otro enfoque con un potencial movilizador mucho mayor: recordar que lo que ocurrió una vez puede volver a ocurrir; y que eso nos atraviesa a todos. En efecto, la historia nunca se repite exactamente de la misma manera, pero sí nos ofrece pistas sobre los comportamientos humanos en determinados contextos. El fascismo de los años treinta no regresará como fotocopia del pasado, pero las condiciones materiales, políticas y culturales que lo hicieron posible sí pueden recrearse bajo nuevas formas.

Vayamos al punto central: mucha gente se ha acostumbrado a normalizar el voto a la extrema derecha. Solemos repetir que quienes votan a esos partidos son “gente normal”, con problemas reales y ansiedad acumulada. No son skinheads con el deseo compulsivo de pintar esvásticas en las paredes. Y es cierto. Es seguro que algunos de nuestros vecinos —los que nos saludan con amabilidad y se interesan genuinamente por nuestra familia— han considerado votar, o ya lo han hecho, a opciones ultras. El problema es que, si algo enseña la historia, la normalidad social no es un cortafuegos contra la barbarie.

El Partido Nacionalsocialista alemán obtuvo casi 14 millones de votos en 1932. Es absurdo pensar que todos esos votantes deseaban gasear judíos, gitanos, comunistas u homosexuales. La mayoría buscaba, simplemente, mejorar sus condiciones de vida. Y, sin embargo, hoy sabemos que existía una línea directa —invisible en aquel momento, evidente hoy— entre ese voto y las cámaras de gas. Esa es, precisamente, la conexión que la memoria histórica debe evitar que olvidemos.

Insisto: nada volverá a ocurrir igual, pero sí pueden reproducirse fenómenos equivalentes. Hoy, como hace ochenta años, vemos emerger con fuerza nacionalismos excluyentes, discursos y prácticas xenófobas, homófobas o misóginas, y proyectos políticos abiertamente reaccionarios. La extrema derecha está logrando canalizar frustraciones y malestares —también los de nuestros vecinos— para construir un programa contrario a los valores democráticos y civilizados de la Ilustración. Hoy millones de personas pueden votar a la extrema derecha porque minusvalora los peligros de darle poder a gente cuya cosmovisión encaja mejor en el siglo XIX -en el mejor de los casos- que en el XXI.

Por eso, cincuenta años después de la muerte de Franco, nuestra tarea principal no es recordar el pasado por el pasado, sino recordarlo como advertencia. Porque existe una conexión, más directa de lo que parece, entre el voto a ciertas ideologías y escenarios terroríficos de deshumanización y violencia. La memoria histórica, desde esta perspectiva, no es un ejercicio arqueológico sino un trabajo de anticipación; un mecanismo social de alerta temprana. Nos permite comprender que la democracia nunca es un bien garantizado y que hay decisiones —muy presentes, muy cotidianas— que pueden abrir la puerta a futuros indeseables.