Los antifranquistas aceptamos que en la España democrática cupieran los herederos de Franco, como cabían tantos otros miembros de la muy plural fauna y flora carpetovetónica. Con una sola condición: que renunciaran a intentar volver a una patria en la que solo cupieran ellos. ¿Lo han hecho?
Cuando el general Franco murió, tal día como hoy de hace medio siglo, yo tenía veintiún años. Cuando, con la victoria electoral de Felipe González en 1982, se dio por culminada la Transición desde su régimen dictatorial a una democracia imperfecta pero aceptable, yo ya tenía veintiocho. No hace falta que nadie me cuente ni lo que fue el franquismo ni la mucha sangre, sudor y lágrimas que costó dejarlo atrás… si es que puede decirse que se dejó completamente atrás.
A mí y a buena parte de mi generación, Franco nos amargó la infancia, la adolescencia y la primera juventud. No hemos olvidado las misas y rezos del rosario obligatorios, y en latín, de nuestros primeros años. Ni el entonar el Cara el Sol ante la puerta del colegio extendiendo el brazo en el saludo fascista. Ni su sombría omnipresencia en los retratos de las aulas y los centros oficiales. Ni el desagradable sonido de su voz atiplada en el No-Do y, a partir de los años 1960, en la única cadena de televisión.
Franco era un tostón, siempre decía lo mismo: la unidad de España siempre estaba en peligro a causa de una pérfida conjura de judíos, masones, rojos y otras gentes de mal vivir. Era un hombre de convicciones berroqueñas, ciertamente. Añoraba la España de la Inquisición, la conquista de América y los Tercios de Flandes. Quería una España unida, única y uniformada, gobernada como un cuartel. Tuvo que ir trocando la camisa azul del fascismo por la blanca del desarrollismo tecnocrático, pero era tozudo y jamás cedió en lo esencial.
Algunos jóvenes de hoy en día piensan que la principal pega que puede ponérsele a Franco es su negativa a aceptar la pluralidad política y celebrar elecciones. Están muy equivocados: Franco era pura asfixia vital para cualquiera que quisiera ejercer una mínima libertad individual. No es solo que siguiera ordenando fusilamientos hasta semanas antes de su muerte, es que a mi generación nos negó lo que ya era común entre los jóvenes de la Europa occidental de entonces.
No podíamos leer libros o ver películas que eran absolutamente legales al norte de los Pirineos. No podíamos viajar tan panchamente al país que nos apeteciera. Si no estábamos casados por la Iglesia, no podíamos hacer el amor con una chica o un chico si no era de un modo tan clandestino como en tiempos de Felipe II. Conseguir condones o la píldora era más difícil que pillar hoy marihuana. No existía el divorcio. Para abortar, las mujeres tenían que ir a Londres.
No era solo lo político, insisto. Franco era una losa para el ejercicio de cualquier libertad que hoy se considera normal. Si eras gay, lesbiana o transexual, ibas al trullo en aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes. Y, por supuesto, todas las mujeres, todas, eran personas de segunda. Necesitaban el permiso del padre o el esposo para sacarse el pasaporte o abrir una cuenta bancaria. Se necesitaron unos cuantos años para deshacer esos nudos, y, aun así, buena parte del tuétano institucional y económico del franquismo ha perdurado hasta nuestro tiempo. Mi generación no reniega del espíritu de reconciliación de los últimos años 1970 y primeros 1980, en absoluto. Pero lamenta que se confundiera amnistía con amnesia, que las víctimas de Franco no tuvieran un merecido reconocimiento, que no se enseñara en las escuelas lo que había sido aquel régimen ominoso, que no se prosiguiera el paulatino desmantelamiento de lo que Franco había dejado atado y bien atado.
Aleluya, mi generación ha disfrutado de varias décadas de poder hacer bastante de lo que Franco no nos dejaba hacer. Pero ahora, ya arrugados canosos, vemos agrietarse mucho de lo que luchamos por construir. ¿Viviremos nuestros últimos años en una especie de franquismo 2.0, una versión más o menos light del autoritarismo, el patrioterismo y la caspa que ya padecimos?, nos preguntamos. ¿Perderán nuestros hijos y nietos la primacía de la Ilustración y el Estado de Bienestar tan laboriosamente conseguida?
Sé que estos temores no se circunscriben a España, que se extienden desde San Francisco a Berlín. Lo singular en nuestro caso es, precisamente, lo que hoy, 20 de noviembre, conmemoramos: Franco, a diferencia de Hitler y Mussolini, murió en el poder y por causas naturales. Aquí no hubo ruptura con el totalitarismo, aquí hubo una evolución hacia una democracia homologable por el mundo occidental que se dejó unas cuantas asignaturas pendientes.
Neus Tomàs escribió ayer en este diario: “Los que hemos crecido ya en democracia tenemos o, para ser más exactos, teníamos la percepción de que este sistema es el único, el lógico, el natural. Ahora percibimos que no, que igual que nuestros padres y abuelos antifascistas, debemos luchar para no retroceder”. Así es, compañera. Una de las cosas inquietantes de las últimas décadas ha sido el que tanta gente inteligente nacida a partir de 1970 compartiera el sentimiento del carácter excepcional del franquismo y la condición irreversible de la democracia.
No ha sido culpa de esas generaciones, lo sé. Es aquello en lo que han sido adoctrinadas por el discurso oficial. Aquello de que el franquismo se sostuvo tan solo por la fuerza, sin que tuviera el apoyo de millones de españoles, que lo tuvo. Aquello de que las derechas españolistas eran indiscutiblemente democráticas, sin albergar la menor simpatía o nostalgia por Franco. Aquello de que España estaba inmunizada frente al fascismo. Aquello de que contarles a los estudiantes lo que ocurrió entre 1936 y 1975 era una pérdida de tiempo.
A los antifranquistas nos hacía gracia llamar Su Excrecencia al Caudillo de España por la gracia de Dios. Era un tumor maligno surgido del propio cuerpo español, de una larga historia de nacionalcatolicismo excluyente. Pero en la Transición aceptamos que en la España democrática cupieran sus herederos, como cabían tantos otros miembros de la muy plural fauna y flora carpetovetónica. Con una sola condición, claro: que renunciaran a intentar volver a una patria en la que solo cupieran ellos. ¿Lo han hecho?

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