En los últimos años, las universidades españolas han sido escenario de numerosos casos de abusos laborales y sexuales que apenas han tenido consecuencias para los responsables. Estas situaciones no son exclusivas del ámbito académico, pero son especialmente grave en instituciones que se presentan como clave para que la movilidad social esté basada en el mérito. Se puede hacer un paralelismo con la Iglesia, donde la persistencia de abusos también ha convivido con mecanismos institucionales de autoprotección.

Para entender la gravedad del problema, puede ser útil pensar en el punto de vista de las familias. Muchas de ellas dedican años de esfuerzo económico y emocional a que sus hijos puedan estudiar en la universidad, confiando en que se trata de un entorno seguro y orientado al aprendizaje. Cuando una estudiante es acosada por un profesor, denuncia, atraviesa un protocolo largo y opaco, y aun así ve cómo el caso se archiva sin consecuencias, la confianza se quiebra. Para la estudiante, el resultado suele ser devastador. También existen situaciones en las que un profesor acumula múltiples denuncias y, aun así, continúa plenamente integrado en la institución.

A partir de estos hechos, surgen dos preguntas centrales: ¿por qué existe esta impunidad? y ¿qué reformas institucionales podrían reducirla?

Un primer motivo es que reconocer públicamente un caso de acoso supone un coste reputacional inmediato que muchos rectorados tratan activamente de evitar. Por ello, los procedimientos suelen diseñarse para “gestionar el problema” de puertas adentro más que para resolverlo, priorizando la calma interna sobre la reparación. La larga duración de los protocolos, el elevado estándar probatorio y la falta de transparencia responden a incentivos institucionales claros.

Un segundo motivo es que muchos departamentos presentan niveles muy altos de endogamia: buena parte de su plantilla ha sido formada, contratada y promocionada en la misma institución. Este fenómeno tiene varias consecuencias. Por un lado, crea grupos pequeños durante muchos años en los que se difuminan las fronteras entre lo profesional y lo personal. También genera deudas implícitas con quienes facilitaron las carreras académicas de las nuevas generaciones. En este entorno, resulta difícil que se cuestione a las personas más seniors que fueron mentores o influyeron en la contratación de muchos otros. La dependencia de favores de superiores jerárquicos limitan la independencia necesaria para supervisar, evaluar o sancionar comportamientos abusivos.

En tercer lugar, en muchas universidades, las personas encargadas de investigar las denuncias son las que están en posiciones jerárquicas más altas (léase otros catedráticos), y tienen muchos incentivos a proteger la reputación institucional. Esta mezcla de funciones —proteger la imagen y juzgar el comportamiento interno— impide una gestión imparcial.

Dado que las raíces de la impunidad son profundas, transformar esta situación requiere cambios que alteren los incentivos y la composición del profesorado.

Una reforma que ha sido discutida desde hace décadas es la adopción de la norma según la cual los doctores deben buscar su primera plaza en otra universidad distinta a aquella donde se doctoraron. Esta práctica tiene dos efectos relevantes. Primero, mejora la calidad del profesorado al motivar que las contrataciones se basen en la calidad de las contribuciones académicas y no en vínculos personales. Segundo, debilita las dependencias jerárquicas informales: cuando un académico no debe su puesto a su director de tesis o a un catedrático de su departamento, se reduce el poder que estos pueden ejercer sobre él, lo que también limita los motivos para encubrir comportamientos abusivos.

En países como Reino Unido, Canadá o Estados Unidos, la movilidad externa es la norma y esta práctica no solo se justifica por razones de calidad académica; también se entiende como un mecanismo para reducir abusos de poder. La mayor diversidad de procedencias de los profesores genera entornos menos jerárquicos y más profesionalizados. Al romper la dependencia de los doctorandos de sus tutores, se dispersa a la larga el poder y se refuerza la accountability interna.

Otras reformas necesarias, largamente reivindicadas por especialistas en prevención y gestión de abusos son unidades de integridad y comisiones de investigación independientes y con autonomía real respecto al rectorado; protocolos con plazos máximos que impidan procesos indefinidamente prolongados; transparencia agregada obligatoria sobre el número de denuncias, tiempos de resolución y sanciones, preservando el anonimato, como ya se hace en otros organismos públicos; formación obligatoria y periódica de los responsables académicos en gestión de conflictos, prevención del acoso y riesgos psicosociales; y límites temporales en cargos de poder, para evitar la consolidación de redes de favores duraderas.

Las universidades son instituciones clave para la movilidad social y la producción de conocimiento. Reconocer los fallos estructurales y reformarlos no es un gesto contra la universidad, sino una forma de fortalecerla. La confianza social, que cuesta décadas construir pero puede perderse rápidamente, depende de ello.