Durante la sesión de control al Gobierno celebrada este miércoles, Fernando Grande-Marlaska fue grabado desde su escaño en el Congreso realizando gestos burlescos hacia la oposición, incluyendo una mueca con la lengua y un beso simulado. Las imágenes han provocado indignación ciudadana, pero el Ejecutivo guarda silencio. No es una anécdota: es un síntoma del **desprecio a las formas** que alimenta la **erosión del Parlamento** como lugar de debate serio en democracia.

Una actitud pueril en la Cámara que representa a la Nación

El gesto de Marlaska no se produjo en un mitin, ni en un plató de televisión, sino en el **hemiciclo del Congreso de los Diputados**, mientras su compañero Félix Bolaños respondía a preguntas sobre las intenciones del Ejecutivo de someter las instituciones del Estado. En vez de asumir el peso de su cargo, el titular de Interior recurrió al **gesto ridículo** para burlarse de los diputados del Partido Popular. Este tipo de conductas, repetidas en el tiempo, consolidan un nuevo estilo de hacer política: el del **desprecio performativo**, que antepone la provocación al respeto institucional.

Marlaska, síntoma de una cultura política que desprecia la dignidad del cargo

No es la primera vez que el ministro Grande-Marlaska protagoniza episodios polémicos: desde su cuestionada gestión del caso Melilla, hasta su silencio ante agresiones a policías en Cataluña o el País Vasco. Pero el episodio del miércoles tiene un valor especialmente simbólico. Denota que quienes ejercen el poder ya no se sienten obligados a respetar la solemnidad de las instituciones. La **frivolización del poder** no es un lapsus: es una estrategia para **vaciar de contenido los símbolos del Estado**.

El Congreso como escenario de espectáculo: una deriva populista desde el Gobierno

Los gestos de Marlaska forman parte de una tendencia más amplia. Desde hace meses, el Ejecutivo ha instalado en la opinión pública la idea de que el Parlamento es un lugar para **acusar, señalar o ridiculizar** a quienes no piensan como ellos. La cultura del enfrentamiento ha sustituido al diálogo; y el Gobierno no reprime ni sanciona este comportamiento, sino que **lo normaliza y lo utiliza como herramienta política**.

Esta falta de ejemplaridad no es inocua. Envía al ciudadano un mensaje perverso: que **el poder no está para ser respetado, sino para burlarse de él** cuando no conviene. En un país donde millones de ciudadanos respetan la ley, pagan impuestos y exigen un comportamiento ético de sus representantes, la conducta de Marlaska constituye una ofensa al civismo.

Reacciones: entre la ironía, el silencio cómplice y la falta de responsabilidad

Mientras la oposición denuncia el espectáculo impropio del ministro, desde Moncloa no ha habido condena ni explicación. El Partido Popular exigió respeto institucional, mientras Vox calificó los gestos de “vergonzosos” e impropios de un ministro del Interior. Por su parte, Rafael Hernando cruzó la línea de lo político al hacer un comentario personal sobre la orientación sexual de Marlaska, lo que también ha sido criticado.

Pero lo grave no es la polémica secundaria, sino que **ni el ministro ni el Gobierno hayan pedido disculpas**. En una democracia madura, lo normal sería que un ministro se levantara, reconociera su error y ofreciera una rectificación. Aquí, el poder se permite la licencia de **callar, ignorar y continuar como si nada**.

España necesita ministros serios, no caricaturas del poder

Si el Congreso se convierte en un escenario para hacer muecas, y el Gobierno en un promotor de ese teatro, **la democracia pierde contenido y solemnidad**. Cuando los símbolos del Estado se desprecian desde dentro, **no hace falta que los extremistas los ataquen desde fuera**: el propio poder los destruye.

El ministro Marlaska debería comprender que su cargo exige dignidad, contención y seriedad. Y si no es capaz de ofrecerlo, lo más honorable sería renunciar. Porque lo que está en juego no es su imagen personal, sino el respeto a la institución que representa. **España no puede permitirse un ministro del Interior que convierta la Cámara Baja en un plató de gestos infantiles.**