Por siglos, la polí­tica ha mol­deado prác­ti­cas y códi­gos implí­ci­tos que se ajus­tan al vai­vén del poder. Más allá de las leyes escri­tas, exis­ten meca­nis­mos infor­ma­les que cada régi­men usa para man­te­ner cohe­sión, aco­tar disi­den­cias y corre­gir des­via­cio­nes que per­cibe como ame­na­zas. Entre ellos sobre­sale una feroz tri­lo­gía –des­tie­rro, encie­rro y entie­rro– cono­cida como la “Ley del ierro”, no por refe­ren­cia al metal sino por la coin­ci­den­cia final que com­par­ten sus tres com­po­nen­tes.

No se trata de una regla escrita, sino de una lógica polí­tica que recuerda la capa­ci­dad del Estado, del poder, para recon­fi­gu­rar el tablero cuando per­cibe ame­na­zas, inco­mo­di­da­des o exce­sos, con una fuerza que radica en su carác­ter no for­ma­li­zado, pues

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