Los visitantes de Pompeya, la antigua ciudad romana sepultada y preservada por la erupción del Vesubio en el año 79 d.C., rara vez miran más allá de sus murallas. Y no es de extrañar: la ciudad maravillosamente conservada ofrece un espectáculo fascinante, con frescos que narran mitos como el de Helena de Troya, un anfiteatro imponente y baños con lujosos decorados.
Sin embargo, al cruzar los límites de la ciudad, se revela otro mundo —distinto, pero igualmente significativo— que suele pasar desapercibido.
Para los antiguos romanos, las carreteras que conectaban las ciudades eran mucho más que simples rutas de transporte: representaban auténticos “caminos de la memoria”. A lo largo de estos caminos solían alinearse tumbas, desde sencillos monumentos con inscripciones conmemorativas hasta