El Reino Unido ha tardado 108 años en reconocer los derechos nacionales del pueblo palestino, pero sigue negándose a suspender su colaboración militar o a imponer un embargo armamentístico para detener el genocidio en Gaza

Análisis - Por qué el reconocimiento de Palestina puede reforzar las dinámicas coloniales de Israel

El Reino Unido ha tardado, nada más y nada menos, 108 años en reconocer los derechos nacionales del pueblo palestino. Son los años transcurridos entre la infame Declaración Balfour, aprobada el 2 de noviembre de 1917, y el reconocimiento del Estado de Palestina por Keir Starmer, el primer ministro laborista, el pasado domingo. De esta manera pretende reparar, de una manera insuficiente y tardía, una ínfima parte del daño causado al pueblo palestino durante su dominación colonial.

Debe recordarse que Reino Unido y Francia son, en buena medida, corresponsables del caos y el desorden que ha sacudido la región durante el último siglo. Tras la Primera Guerra Mundial y la desaparición del Imperio Otomano, estas dos potencias se repartieron Oriente Próximo en base a los compromisos contemplados en los Acuerdos de Sykes-Picot. Para satisfacer sus intereses coloniales no dudaron en dividir la Gran Siria y establecer varios Estados artificiales (entre ellos Israel, aunque no solamente), lo que abonó el terreno para el estallido de numerosos conflictos regionales. Las diversas guerras árabe-israelíes (1948, 1956, 1967, 1973 y 1982) fueron acompañadas de conflictos civiles, y en muchos casos también sectarios, en Jordania (1970-1971), Líbano (1975-1990) y, más recientemente, Siria (2011-2024).

En 1917, Londres se comprometió con el movimiento sionista a convertir Palestina en “el hogar nacional del pueblo judío” por medio de la Declaración Balfour cuando en dicho territorio apenas había un 10% de población judía que coexistía en términos relativamente pacíficos con una abrumadora mayoría palestina. Es importante destacar que esta declaración fue emitida cinco años antes de que Reino Unido fuera reconocida como potencia mandataria por la Sociedad de Naciones cuando, por lo tanto, no tenía ningún tipo de responsabilidad jurídica sobre Palestina. El por aquel entonces secretario de Asuntos Exteriores, Alfred Balfour, dejó bien claro que los palestinos (privados de su identidad y descritos desde entonces como “comunidades no judías”) disfrutarían a lo sumo de “derechos civiles y religiosos” pero, en ningún caso, políticos.

De ahí que, tras el establecimiento del Mandato de Palestina por parte de los británicos en 1922, las autoridades coloniales hicieran todo lo posible por perseguir al movimiento nacionalista palestino mientras favorecían el establecimiento de las estructuras protoestatales sionistas, con las que trabajaron codo con codo. A partir de 1928 se prohibieron las reuniones del Congreso Árabe Palestino y, un año después, se permitió la creación de la Agencia Judía con base en Jerusalén y que actuó como un gobierno judío en la sombra. En esa misma década nacieron el Histadrut (el principal sindicato sionista) y también la Haganá (las milicias armadas sionistas que, tras la independencia, se convertirían en las Fuerzas de Defensa Israelíes).

La represión al movimiento nacionalista palestino se agudizó en el marco de la Gran Revuelta que sacudió Palestina entre 1936 y 1939. Ante la intensificación de la colonización judía y la masiva compra de terrenos por parte del Fondo Nacional Judío, el Alto Comité Árabe (que, pocos meses después, fue ilegalizado) convocó una huelga general que sería brutalmente reprimida por parte de las autoridades británicas. En dicho levantamiento jugó un papel central el campesinado, que adoptó la kufiya como símbolo de oposición frente a los notables urbanos (que, en aquel momento, todavía llevaban el tarbush o fez otomano), parte de los cuales habían contemporizado con los británicos. Las medidas punitivas fueron brutales como evidencia el asesinato de, al menos, 5.000 personas. Aproximadamente un 10% de la población masculina palestina fue herida, encarcelada o exiliada a la fuerza.

En 1917, Londres se comprometió con el movimiento sionista a convertir Palestina en “el hogar nacional del pueblo judío” por medio de la Declaración Balfour cuando en dicho territorio apenas había un 10% de población judía que coexistía en términos relativamente pacíficos con una abrumadora mayoría palestina

En el marco de la represión se impuso la ley marcial y se generalizó la política de castigos colectivos, práctica considerada en la actualidad un crimen de guerra. Se establecieron campos de concentración, se bombardearon aldeas y se demolieron miles de viviendas. Tan solo en Yafa se destruyeron más de 250 edificios, precipitando el éxodo de miles de palestinos. Los campesinos también pagaron un precio elevado, ya que la política británica de ‘tierra quemada’ implicaba la imposición de elevadas multas a las que no pudieron hacer frente, por lo que perdieron sus tierras a la vez que se incendiaban sus cosechas, se confiscaba el ganado y se arrancaban olivos y cítricos, árboles que todavía hoy simbolizan la ligazón entre el pueblo y la tierra palestinos. Las detenciones administrativas sin juicio se generalizaron, así como las ejecuciones extrajudiciales y las torturas —como la asfixia por immersión—. Además, se utilizaron a los civiles como escudos humanos y se utilizaron dóberman en los registros de viviendas. Muchas de estas prácticas han sido utilizadas, y siguen siéndolo hoy en día, por las autoridades coloniales israelíes.

Aunque es evidente que el reconocimiento del Estado palestino por parte del Reino Unido es un paso en la buena dirección, también queda claro que es absolutamente insuficiente dada su responsabilidad histórica en la tragedia palestina. Este reconocimiento llega tarde y no le exonera de su responsabilidad en la desmembración de Palestina y la limpieza étnica de más de 750.000 personas acontecida entre 1947 y 1948, una parte importante de ella desarrollada ante la pasividad de la administración colonial británica. Por eso no debe extrañarnos que, para muchos palestinos, este reconocimiento deje un sabor agridulce y les sepa a poco, ya que debería ir acompañado de un claro compromiso para la reparación del inmenso daño causado.

Ignacio Álvarez-Ossorio es catedrático de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Complutense de Madrid y coautor de 'Gaza. Crónica de una nakba anunciada' (Catarata, 2024)