La “generación mejor preparada de la historia” que no puede emanciparse con su nómina, y que no quiere ser como Alcaraz ni ganarse la bendición de Garamendi: solo quieren trabajar para vivir, y no vivir para trabajar. Menos horas, por supuesto. Y con más salario, faltaría más
Que no, que la gente no quiere trabajar. Y los jóvenes aún menos. Buscas camareros y no encuentras, buscas jornaleros para las campañas agrícolas y tienen que venir de fuera, buscas comerciales a comisión, buscas dependientes con horario de tienda, buscas profesores de usar y tirar, conductores, repartidores, montadores y tantos sectores con vacantes porque la gente no, que no, que no quiere trabajar. Y los que sí, resulta que quieren trabajar menos horas, incluso menos de las 37 semanales que intentaba el Gobierno. No quieren trabajar los españoles, y tampoco los inmigrantes que, como ha descubierto el PP, hacen del subsidio “su modo de vida”.
¿Por qué la gente no quiere trabajar? Porque les falta cultura del esfuerzo. Lo dijo esta semana ese humorista patronal llamado Antonio Garamendi: “Tú vas a la India y todos quieren venir a trabajar. En Iberoamérica haces los cursos y vienen corriendo. En España tú haces el curso y no van”, y añade que “es la cultura del esfuerzo, de sufrir, de saber qué pierdes, qué ganas”. No se le ocurrió mejor ejemplo que Carlos Alcaraz, quien por cierto no trabaja ocho horas diarias, como bien recuerda María Álvarez. Lo de Alcaraz como héroe neoliberal me recordó a un libro de autoayuda empresarial de hace un par de años titulado Nadalízate, que proponía imitar a Rafa Nadal para “sacar lo mejor de ti” y “alcanzar la excelencia”. No lo intenten en sus casas.
Ciertos empresarios han sido siempre muy partidarios de la cultura del esfuerzo, sí. Del esfuerzo de los demás, claro, del que extraen la plusvalía. Lo dejó escrito hace muchos años Adorno, al que cito a partir de un texto de José Luis Pardo: “Los que disponen del trabajo de los demás le atribuyan una dignidad en sí (…) justamente porque solo es algo para otros: la metafísica del trabajo y la apropiación del trabajo ajeno son complementarias”.
La cosa viene de antiguo, de los albores del capitalismo, cuando los Garamendi de entonces tenían que doblegar la resistencia de los primeros trabajadores asalariados a someterse a la nueva disciplina de las fábricas. Además de mantenerlos en la miseria, imponerles sanciones y usar la fuerza del Estado, se les inculcó una ética del trabajo que criminalizaba al indolente, al vago, al parásito social. Una cruzada moral propagada sobre todo por aquellos que vivían del esfuerzo de los demás. Y ahí seguimos.
Aquella cultura del esfuerzo se incorporó al ADN de la clase obrera y pasó de una a otra generación, hasta nuestros días. Lo cuenta Bibiana Collado en un libro lúcido y hermoso, Yeguas exhaustas: cómo los hijos de la clase trabajadora fuimos educados por el sistema, pero también por nuestros propios padres y madres (deslomadas), en una cultura del esfuerzo y una ética del trabajo que, una vez en el mercado, no encajan con una realidad de precariedad, desigualdad, sinsentido laboral y empresarios de la escuela Garamendi (que por suerte no son todos).
Una “corrosión del carácter” que ya advertía Sennett hace casi treinta años, y en la que han crecido los trabajadores más jóvenes, esos nativos precarios que no han conocido otra cosa. La “generación mejor preparada de la historia” que no puede emanciparse con su nómina, y que no quiere ser como Alcaraz ni ganarse la bendición de Garamendi: solo quieren trabajar para vivir, y no vivir para trabajar. Menos horas, por supuesto. Y con más salario, faltaría más. Podemos lamentar su falta de compromiso y entrega, su menor disposición a “sufrir” (la palabra elegida por el presidente de la patronal). O podemos alegrarnos de que la “cultura del esfuerzo” de los jóvenes ya no pase por entregarlo todo a la empresa a cambio de tan poco.