Estamos destruyendo el silencio y la consecuencia es que estamos destruyendo el pensamiento, porque solo se puede pensar realmente bien cuando no hay ruido que te distraiga, y , sobre todo, cuando tienes un poco de tiempo para volver tu mente hacia el interior
Vivimos en una época llena de impulsos y estímulos de todo tipo. Nos asaltan de continuo imágenes en movimiento, colores, sonidos, informaciones, preguntas, ofertas… Pasamos por la tienda de un aeropuerto (no porque queramos entrar a comprar algo sino porque nos obligan a cruzar por ella) y nos rocían de algún perfume que están promocionando. En muchos mercados, tiendas y bares nos dan a probar bocaditos de delicias que luego podemos comprar o comer allí mismo. Este mundo actual entra por todos los sentidos, es rápido, invasivo, agotador. Tiene su parte buena y su parte mala.
A mí una de las cosas que más me preocupa es que en muchos casos ese tipo de “agresiones” a nuestros sentidos no nos vienen de fuera, sino que son voluntariamente elegidas y tienen consecuencias de las que en muchas ocasiones no somos del todo conscientes.
La mayor parte de la gente con la que uno se cruza por la calle o en cualquier medio de transporte lleva auriculares y está recibiendo constantemente impulsos que no tienen nada que ver con la realidad circundante. Muchos están oyendo música todo el tiempo. Viven en una constante película con banda sonora que los aisla casi por completo del mundo por el que transitan. Otros están escuchando podcasts o audiolibros, inmersos en una realidad paralela a la que se desenvuelve a su alrededor.
Si en algún momento otra persona quiere preguntarles algo o iniciar una conversación, el primer gesto -si tienen la amabilidad de reparar en ti- es quitarse uno de los auriculares. Te “prestan oído”, una expresión que nunca había sido más exacta que ahora; pero en muchos casos, hacen un gesto de disculpa o de negación con la mano para dejarte claro que están muy ocupados en otro nivel de realidad al que tú no tienes acceso y que no están disponibles. Lógicamente, están en su derecho de no querer hablar contigo. No eres más que un desconocido que los está molestando.
Lo que yo me pregunto es si ese aislamiento que se está extendiendo es buena cosa en general. Mi sensación es que se están perdiendo muchas competencias que hasta ahora nos parecían esenciales, como la de iniciar un contacto con otra persona o mostrarse disponible para contestar una pregunta o dar una ayuda a quien lo necesita.
Cada vez se lee más que las generaciones adolescentes tienen auténticas dificultades para relacionarse con gente que no conocen, que las personas de edad avanzada sufren de soledad no elegida, que las de edades intermedias tienen tanto que hacer y que rendir que solo quieren apartarse cuando pueden para que los dejen en paz.
Entiendo perfectamente que uno necesite un poco de calma, de aislamiento, de intimidad para oírse pensar y no perderse en el bullicio del mundo que le rodea. Lo que me cuesta entender es que nos hayamos empeñado en llenar de ruido, sonido, palabras o información cualquier breve tiempo del que dispongamos.
El silencio, que siempre fue el origen de todo pensamiento, está desapareciendo. Da la impresión de que cada vez hay más gente que no sabe, que no puede y no quiere estar en silencio, a solas consigo mismo, con su mente, con su imaginación; que necesita llenar su vida de ruido, del tipo que sea.
Todos los hoteles, de cualquier categoría, tienen televisor y yo conozco a mucha gente que tanto en casa como cuando está de viaje, enciende el aparato en cuanto se ha quitado el abrigo, a veces antes, incluso. Tenemos música (o lo que pasa por tal) hasta en los ascensores, donde solo vamos a estar de dos a cuatro minutos. Hay pantallas encendidas en todos los bares y restaurantes -unas veces con sonido, otras en silencio porque el ruido que hacen los clientes es de tal envergadura que no se entenderían las palabras de la tele-, hay anuncios chillones en todos los periódicos online, en cualquier página que abras en internet, en las redes sociales. Todos los reels e incluso las fotos llevan música, o hablan. Cada vez hay más gente que, para ahorrarse escribir un mensaje, manda audios. En las grandes oficinas de las grandes empresas los empleados trabajan en enormes salas donde hay mucha gente trabajando, haciendo ruido, hablando por teléfono, hablando con el compañero de al lado, abriendo y cerrando cajones, moviéndose de un lado al otro.
Estamos destruyendo el silencio y la consecuencia es que estamos destruyendo el pensamiento, porque solo se puede pensar realmente bien cuando no hay ruido que te distraiga, y , sobre todo, cuando tienes un poco de tiempo para volver tu mente hacia el interior, hacia ti mismo y reflexionar sobre tu circunstancia. No solo sobre tus problemas momentáneos y cómo solucionarlos, sino simplemente sobre ti, quién eres, qué quieres, qué te gustaría cambiar, en qué has mejorado, qué has aprendido, qué te gustaría aprender aún, qué no sabes de ti mismo.
Si no eres capaz de hacer esto, no eres capaz de estar solo. Te sientes vacío en cuanto desaparece el ruido que te rodea y necesitas llenar el silencio cuanto antes, con lo que sea. Ese llenar el silencio te atonta, te aísla, te encierra cada vez más y acabas dependiendo de tu móvil como de una tabla de salvación porque el mundo de verdad te aburre o te plantea problemas que no comprendes o no te ves capaz de solucionar.
Estamos en un punto en el que se organizan retiros de silencio, que suelen desarrollarse a lo largo de un fin de semana, para las personas que sienten la necesidad de reencontrarse con su propio pensamiento y están dispuestas a pagar por desplazarse a un lugar en el que depositan el móvil, se instalan en una habitación o una celda en la que no hay tele, ni radio ni wifi ni nada que haga ruido y disponen de dos días y medio para estar solos, pensar, pasear, reflexionar a su aire, sin auriculares, sin conversaciones, sin anuncios ni informaciones ni nada externo.
Es algo que me parece estupendo pero, a la vez, curioso porque se trata de una cosa que estaría al alcance de todo el mundo sin tener que gastarse un céntimo y, sin embargo, da la sensación de que, como es una necesidad que existe y por tanto se puede capitalizar, el placer del silencio y el derecho a él se convierten en un producto. De ese modo, si lo pagas, lo aprecias más, y lo haces. No caes en la tentación de mirar “solo una vez” el móvil a ver si alguien te ha mandado un mensaje, o de ponerte un rato un podcast mientras esperas la hora de cenar. Has pagado por el silencio y por eso vale más que si lo decidieras tú mismo en tu casa o en un parque o donde haya suficiente ausencia de ruido: un museo de esos poco visitados, una iglesia que no sea particularmente turística, una playa, un bosque… unas calles apartadas al caer la tarde… el mundo está lleno de sitios que el silencio hace casi mágicos, donde de repente se oyen las gotas de agua caer de las hojas de los árboles tras un chaparrón, el crujido de la nieve bajo tus pisadas, tu misma respiración, el frote de la ropa, las voces de los pájaros, las ramas cimbreándose en la brisa… esos sonidos reales, naturales que mucha gente hace tiempo que no ha oído porque nunca les ha prestado atención y, realzados por el silencio, se convierten en algo magnífico.
Necesitamos más silencio para que no nos roben la capacidad de pensar, de sentir, de imaginar y luego poder comunicarnos con otras personas que también se han llenado de su propio pensamiento dentro de su propio silencio y, de pronto, tienen algo más que compartir.

ElDiario.es Opinión

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