Cuando el empleado regresó, yo seguía en el sillón con las piernas entumecidas. Todo el mundo sabe que en las oficinas el tiempo es arbitrario: se estira o se encoge según la diligencia que vaya uno a hacer. Pero dos horas de espera eran, sencillamente, inadmisibles.

Cuando llegamos dos horas atrás, estaba convencido de la eficacia de aquél banco cuyo prestigio le precedía, pero cuando el hombre le pidió a mi esposa que la acompañara, ya no estaba tan seguro.

Pasé el tiempo inventando modos de sobrevivir al tedio, mirando a través de las paredes de cristal de sus cubículos la danza gris de otros agentes.

En la oficina contigua, una mujer obesa, con mechones teñidos que le caían sobre la frente, hablaba sin parar. Explicaba algo a una pareja de ancianos que la miraban con perplejidad. (M

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