Todos sabemos que la Tierra es redonda. Todos… salvo algunas excepciones marginales. Los antiguos griegos ya conocían la esfericidad de nuestro planeta. Entre otras evidencias, habían observado que cuando un barco se pierde en el horizonte, lo último en desaparecer es el mástil. Fue Aristóteles el primero en compilar una lista de evidencias empíricas de esa esfericidad. Posteriormente, Eratóstenes de Cirene calculó con notable precisión la circunferencia terrestre, estimándola en unos 40 000 km.
Mirando al cielo
Que la Tierra es una esfera resulta bastante evidente al contemplar el cielo de noche. La posición de las estrellas observadas a la misma hora varía dependiendo de la latitud. Dentro de España, si miramos al cielo desde Granada o Santander (ambas ciudades aproximadamente con la misma longitud), el cielo se muestra diferente a la misma hora de la noche.
¿Terraplanismo en la Edad Media?
Durante la Edad Media también se aceptaba la esfericidad, aproximada, del planeta. Por ejemplo, en la biblioteca de Merton College, en Oxford, se conserva un libro que resume el trabajo de escolares del siglo XIV mostrando que la Tierra es redonda. La sombra que proyecta sobre la Luna durante los eclipses nos permite inferir su forma. Como ejemplo, se muestra la forma que tendría la sombra si nuestro planeta fuera triangular, cuadrado o incluso hexagonal.
La certeza de que la Tierra es redonda llevó a Cristóbal Colón a proponer su viaje a las Indias navegando hacia occidente, convencido de que podría llegar a Asia por el otro lado del mundo. Hoy sabemos que los cálculos que Colón presentó para justificar su expedición estaban equivocados, lo que hizo que su propuesta fuera rechazada por los asesores del rey de Portugal. Aunque se debate si fue un error intencionado para conseguir la aprobación real de su viaje.
Matemáticas antiterraplanistas
El enorme tamaño del planeta, en comparación con nuestras escalas cotidianas (del orden del metro), unido a la irregularidad del relieve, hace que la curvatura terrestre sea prácticamente imperceptible a simple vista. Es decir: la observación directa de que la Tierra es redonda es sumamente difícil. Salvo que uno sea astronauta y la observe desde el espacio, ¿o tal vez también al volar sobre el océano? Llegamos a la respuesta usando matemáticas de nivel ESO.
Los aviones comerciales vuelan a altitudes de crucero de entre 10 y 12 km. A esa altura, es fácil calcular hasta dónde alcanza la vista. Si llamamos “h” a la altitud y “d” a la distancia al horizonte, basta aplicar el teorema de Pitágoras, contando con que la Tierra es esférica con radio “R”, que son 6 370 km.
El resultado es, aproximadamente:
d = √(2Rh)
Tomando R = 6 370 km y h = 10 km, obtenemos una distancia de visión de 357 km. ¡Nada mal para una vista desde la ventanilla!
A mayor altura, por ejemplo a 12 km, la distancia aumenta hasta 391 km.
Los objetivos principales de muchos teléfonos móviles (no el gran angular, que distorsiona la imagen) abarcan un campo visual de unos 70–80 grados. Usando un poco de geometría, podemos estimar la curvatura de la Tierra correspondiente a ese ángulo de visión. Si dicho ángulo es θ, la línea del horizonte tiene una longitud de θ·d, y corresponde a un arco de circunferencia de θ·d/R.
Para θ = 70°, el arco visible en el horizonte abarca unos 4°. Aunque parezca poco comparado con los 360° de una circunferencia completa, ¡es suficiente para que la curvatura sea perceptible!
Basta con observar la figura de abajo. Para θ = 80° y h = 12 km, el arco aumenta hasta 4,9°.
Por tanto, la respuesta a nuestra pregunta inicial es: sí. En buenas condiciones, sin nubes y con buena visibilidad, la curvatura del planeta puede verse a simple vista desde un avión. Es realmente emocionante comprobar, en primera persona, un fenómeno tan conocido como difícil de observar. Y nos invita a reflexionar.
En palabras de Michael Collins, astronauta del Apolo 11:
“Curiosamente, la sensación predominante que tuve al mirar la Tierra fue: ‘Dios mío, esa cosita es tan frágil ahí fuera’”.
Desde 10 km de altura en un avión, nosotros podemos experimentar, aunque sea a pequeña escala, un atisbo de esa misma sensación.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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Juan Antonio Aguilar Saavedra no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


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