Manifestación de jóvenes ultraderechistas en Wismar (Alemania) el 14 de septiembre de 2024. Wilhelm Hermann/Shutterstock

Los altercados recientes en Torre Pacheco (Murcia) a raíz de una agresión a una persona mayor por inmigrantes no constituyen un hecho aislado. Son el síntoma visible de una enfermedad más profunda: el avance del discurso xenófobo en territorios donde la democracia pierde valor simbólico, especialmente entre los jóvenes.

Ver a grupos de jóvenes empleando la violencia en las calles demostró que estos hechos no son solo un problema de seguridad o convivencia, sino producto de una erosión democrática que allana el camino a la ultraderecha.

Incluso el lenguaje empleado en las redes sociales sobre los hechos en Torre Pacheco, “caza al magrebí”, indicaban un desapego a los principios democráticos. La ultraderecha va ganando terreno político y legitimidad cultural en las redes sociales.

La adhesión a la democracia va por países

Al analizar el nivel de adhesión declarada a la democracia, los países nórdicos, Alemania, Países Bajos y Suiza se sitúan en los rangos más altos: más del 90 % de su población considera que la democracia es importante. En cambio, países como Rusia, Bielorrusia, Georgia, Serbia, Bulgaria o Rumanía registran niveles de apoyo que caen por debajo del 70 %.

Esta fractura coincide, y no por azar, con las líneas divisorias del mapa ideológico: donde predomina el conservadurismo, la democracia tiende a estar menos consolidada como valor normativo.

Si la democracia no se vive como una convicción compartida, sino como un sistema que no cumple sus promesas, las alternativas autoritarias se van abrir paso con mayor facilidad.

Este es el marco: la ultraderecha no se presenta como una ruptura radical, sino como una propuesta legítima para recuperar el control, la soberanía o la estabilidad perdida frente a una amenaza: en este caso, la inmigración. Según el estudio European Values Study (2017-2020), la ultraderecha da un paso más y se vincula a actitudes morales conservadoras en asuntos como vida, muerte, género y sexualidad.

Aparecen espacios como NoFap, donde se ofrecen temas como la abstinencia sexual y que evolucionan hacia comunidades donde se glorifica una masculinidad tradicional y excluyente. Se convierten en puentes hacia ideologías de ultraderecha al ofrecer a los jóvenes marcos identitarios claros y “soluciones” a crisis personales vinculadas con precariedad emocional, aislamiento o frustración sexual.

No es casual que los referentes de estos espacios de ultraderecha promuevan una exaltación de la fuerza física, el orden y la agresividad, proyectando un ideal masculino autoritario, protector y dominante. Esta masculinidad se presenta como antídoto frente a un supuesto “declive moral” atribuido al feminismo, la diversidad sexual o al supuesto invasor inmigrante.

Cierto es que la satisfacción democrática de las nuevas generaciones está más condicionada por variables económicas que en cohortes previas, pero este conservadurismo moral empieza a ser un ariete de la ultraderecha.

¿Existe el agotamiento democrático en los jóvenes?

En Europa, el patrón comienza a ser una constante: los jóvenes expresan un compromiso más débil con los principios democráticos. Concretamente, en paises europeos como Dinamarca, Alemania, Polonia, Francia y Croacia, la Generación Z (18-24 años) muestra un apoyo significativamente más bajo a la democracia en comparación con los Baby Boomers –nacidos entre 1946 y 1964– o la Generación del Silencio –personas nacidas entre 1928 y 1945–.

Esta brecha generacional no debe interpretarse como apatía política, sino como expresión de una desafección activa: una respuesta a instituciones que no han sabido representar ni proteger los intereses de los más jóvenes.

La democracia pierde su capacidad de emocionar y movilizar. En ese vacío simbólico, la ultraderecha ofrece respuestas simples, identidades fuertes y enemigos claros. Apelan no a la deliberación, sino a la pertenencia. No prometen justicia, sino orden. No buscan incluir, sino diferenciar.

Así, cuando la democracia deja de ofrecer un horizonte deseable, el autoritarismo no aparece como una amenaza, sino como una salida.

¿Qué está en juego?

En parte de la juventud europea, el apego emocional a la democracia se ha debilitado. No por ideología, sino por la sensación de que el sistema ya no ofrece respuestas. La ultraderecha sabe leer el momento y lo ocupa con una narrativa eficaz: [si todo está roto, hace falta orden]; si los políticos son todos iguales, necesitamos mano dura; si la democracia no funciona, quizás ha llegado la hora de saltarse intermediarios.

Esa lógica de despreciar la mediación institucional allana el camino para que emerjan líderes autoritarios que no se presentan como una opción más, sino como la única salida posible. Personajes en las redes sociales despliegan sus discursos que ganan adhesiones, no por convicción ideológica, sino por contagio emocional.

Y lo que es más preocupante: no necesitan convencer, solo explotar la fatiga democrática y ofrecer certezas rápidas para tiempos inciertos.

Por eso, el verdadero debate no es sobre partidos ni campañas, es sobre el tipo de sociedad que queremos construir y los valores que queremos que la sostengan. Si la democracia no es capaz de renovarse, de incluir, de cuidar y de representar, perderá su fuerza de atracción.

Los proyectos autoritarios no necesitarán imponer su fuerza: solo ocuparán el espacio que la democracia está dejando libre.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Maite Aurrekoetxea Casaus no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.