Por mucho tiempo he observado, con una mezcla de asombro y decepción, cómo algunos políticos de La Guajira, congresistas, diputados, concejales y gobernantes, han desarrollado una curiosa convicción: creen que somos nosotros, los guajiros, quienes les debemos a ellos. Como si el hecho de ocupar un cargo público les otorgara automáticamente un derecho a la reverencia, al aplauso, al silencio cómplice. Como si el pueblo tuviera que agradecerles por existir.

Esta inversión de la lógica democrática no es solo absurda, es peligrosa. Porque cuando el poder se acostumbra a vivir del olvido ajeno, cuando se instala en la comodidad de la impunidad y la indiferencia, deja de ser una representación y se convierte en dominación. Y eso, en una tierra como la nuestra, donde la pobreza multidimensional

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