Como cada verano la Parca viene con apetito y tiznada de humo. A vista de pájaro –o mejor sería de dron–: una geografía salpicada de hogueras. Un mapa enfriado ya, con todos los matices del gris. La Península es un inmenso paisaje dibujado al carboncillo. El negro esqueleto de los árboles. De las encinas y alcornoques. Pinos y olivos… y una fauna ya imposible de inventariar. Una cartografía que nunca más será igual, ni tan solo diferente, no será.
Como cada verano, la mano negra de un dios que nos quiere mal. O un demonio. En el fondo, los humanos no estamos hechos para sobreponernos a las catástrofes cuando, en realidad, en la mayoría de los casos, somos quienes las provocamos. Unos culpables abstractos, o no. A nuestros bosques el fuego les ha robado el alma y ahí han quedado: como un o