Mensaje de fin de año de Francisco Franco en Televisión Española (1961). RTVE

Francisco Franco Bahamonde (1892–1975) fue el jefe del Estado español desde el final de la Guerra Civil (1936–1939) hasta su muerte. El régimen franquista instauró una dictadura autoritaria, que suprimió las libertades políticas y estableció un control férreo sobre la sociedad. Durante casi cuarenta años, su liderazgo moldeó profundamente la vida política, económica y cultural de España, cuya duradera huella a menudo ha sido y sigue siendo objeto de polémica.

Pero desde el punto de vista comunicativo, ¿se puede decir que Franco era un gran orador o no tanto? Depende de cómo definamos “gran orador”. Si se entiende la oratoria como la capacidad de emocionar, persuadir o movilizar a través de la palabra –en la línea de Churchill o De Gaulle–, Franco no lo fue. Sin embargo, si se analiza su comunicación desde la eficacia política y simbólica, su estilo cumplió la función específica de proyectar autoridad, distancia y control.

Su oratoria no pretendía seducir al público, sino legitimar el poder y reforzar una imagen de estabilidad jerárquica. En ese sentido, Franco desarrolló un tipo de comunicación que podríamos denominar “discurso del mando”, caracterizado por la baja expresividad y la rigidez formal, pero que encajaba con la cultura política autoritaria del franquismo.

En la dimensión verbal, Franco se apoyaba en un registro arcaico y protocolario. Su léxico era limitado, con abundancia de fórmulas rituales (“españoles todos”, “glorioso Ejército”, “Dios mediante”) que funcionaban como marcadores ideológicos más que como elementos informativos.

Desde la perspectiva del análisis del discurso, su sintaxis tendía a la subordinación excesiva, lo que generaba frases largas, monótonas y poco dinámicas. Se observa también una preferencia por el modo pasivo y las construcciones impersonales, que diluyen la responsabilidad del emisor: “se ha dispuesto”, “se considera oportuno”, “ha sido preciso”.

Esta elección verbal no es neutra; constituye un mecanismo de despersonalización del poder, en el que la figura del líder se presenta como encarnación del Estado, no como individuo que toma decisiones. Por tanto, en lo verbal, Franco se comunica más como institución que como persona.

Comunicación paraverbal: voz, ritmo y entonación

Es el aspecto más característico de su comunicación. Franco poseía una entonación monótona, con escasa variación melódica. Desde la prosodia, se podría decir que su discurso presentaba un patrón descendente constante: empezaba una frase con cierta energía y la iba apagando hacia el final, lo que transmitía una sensación de lentitud y autoridad inamovible.

El ritmo era pausado, casi litúrgico, con abundantes silencios. Esta lentitud no era casual: en el contexto político de la dictadura contribuía a la ritualización del discurso. La palabra del caudillo no debía ser espontánea, sino solemne, casi sagrada.

Su timbre nasal y su articulación cerrada dificultaban la expresividad emocional, pero reforzaban la distancia. Paradójicamente, esa falta de calidez vocal servía a la función propagandística. El líder no era un orador carismático, sino un ente de autoridad, una voz que emanaba del poder mismo. En esencia, su voz construía un “ethos de mando”: rígido, frío y controlado.

Autocontrol emocional

Su comunicación no verbal era extremadamente controlada. Franco evitaba los gestos amplios, los desplazamientos o las expresiones faciales marcadas. Predominaba una kinésica mínima; es decir, un lenguaje corporal reducido al mínimo necesario.

Cuando hablaba en público, mantenía una postura rígida, con los brazos pegados al cuerpo o apoyados en el atril, sin movimientos superfluos. Este control corporal reforzaba la idea de disciplina militar y autocontrol emocional, dos valores esenciales en su representación del liderazgo.

Su mirada tendía a ser fija, sin buscar el contacto visual directo con el auditorio. Esto podría interpretarse como una carencia comunicativa desde la perspectiva actual, si bien en el contexto de un régimen autoritario se traducía en distancia simbólica: el líder no se rebajaba al nivel de los oyentes. Incluso su indumentaria –el uniforme, la boina o la insignia– formaba parte de su comunicación no verbal, pues se trata de elementos que transmitían permanencia, continuidad y legitimidad histórica.

Carisma sobrio de posguerra

El carisma no es un atributo absoluto, sino un constructo social. Franco no lo tenía desde el punto de vista emocional, como Hitler o Mussolini, pero sí poseía un carisma de tipo burocrático y paternalista. Su poder brotaba de la resignificación del silencio y la austeridad, pues en un país devastado por la guerra, su estilo sobrio se interpretaba como sinónimo de orden y previsibilidad. Por tanto, su “anticarisma” acabó siendo, en cierto modo, una forma de carisma adaptada al contexto español de posguerra.

Desde la teoría de la comunicación, ¿qué impacto tenía ese estilo en la recepción del mensaje? El discurso de Franco se enmarcaba en lo que podríamos llamar un modelo unidireccional de comunicación política. No existía retroalimentación: el receptor no podía responder ni cuestionar. Por ello, el objetivo no era persuadir, sino imponer significado.

Aplicando la teoría de la comunicación del lingüista Roman Jakobson, su función dominante era la conativa (ordenar, instruir; en definitiva, influir) y la fáctica (mantener el canal simbólico del poder), más que la referencial. Es decir, importaba más el acto de hablar que el contenido del mensaje. Este estilo generaba un fenómeno de disonancia cognitiva en algunos receptores: la frialdad del tono contrastaba con la solemnidad del contenido, lo que obligaba al público a reinterpretar el discurso desde la obediencia simbólica más que desde la emoción o la identificación.

Anacrónico ante la cámara

Su oratoria fue evolucionando en el tiempo solo en apariencia. En las décadas de 1950 y 1960, con el aperturismo del régimen, se percibe un ligero intento de modernización retórica, sobre todo en los discursos institucionales transmitidos por televisión. No obstante, los cambios fueron superficiales: se mantenía la misma prosodia monótona y el mismo lenguaje ritual. De hecho, el medio televisivo acentuó su rigidez. Frente a los nuevos líderes europeos que aprovechaban la cámara para humanizarse, Franco se mostraba anacrónico.

Franco demuestra que la eficacia comunicativa no siempre depende del carisma ni de la elocuencia, sino de la coherencia entre el estilo personal y el contexto político. Su oratoria funcionó porque era congruente con un sistema cerrado, jerárquico y ritualizado. Desde la instrucción comunicativa, su ejemplo sirve para ilustrar cómo los planos verbal, paraverbal y no verbal construyen un mismo relato ideológico. En su caso, todas convergen en un mensaje: el poder no dialoga, sino que dicta.

Hoy, en democracias mediáticas, ese modelo sería impensable; pese a ello, estudiarlo ayuda a comprender cómo el lenguaje moldea las estructuras del poder y cómo el silencio –cuando se institucionaliza– puede convertirse en la forma más contundente de comunicación política.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Susana Ridao Rodrigo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.