En un vistazo rápido al mapamundi puede parecer una curiosidad sin importancia, pero que Pakistán, Afganistán, Kazajistán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguistán o Tayikistán compartan esa terminación no responde a un capricho moderno ni a un fenómeno aislado. La repetición sistemática del sufijo –stán esconde una historia común que atraviesa imperios, religiones, rutas comerciales y batallas que definieron buena parte de Asia.
Y sí: todos acaban igual por el mismo motivo. Un motivo que empieza en la lengua, continúa en la política y acaba explicando por qué este grupo de países es hoy uno de los espacios más estratégicos del planeta.
Una huella persa que sobrevivió a reyes, imperios y revoluciones
El origen es lingüístico. El sufijo –stán proviene del persa antiguo, de la raíz stāna , que significa “tierra” o “lugar de”. Durante la época del Imperio Aqueménida , cuando Persia dominaba desde el Mediterráneo hasta el Indo, este término empezó a utilizarse para identificar territorios según los pueblos que los habitaban.
El persa —en sus distintas evoluciones— siguió siendo lengua de cultura, administración y diplomacia bajo diferentes poderes: desde los sasánidas hasta los califatos islámicos, pasando por reinos turco-mongoles y, más tarde, por estructuras que acabarían absorbidas por el Imperio ruso. En cada etapa, -stán mantuvo su función: designar la tierra vinculada a una etnia o región concreta.
Por eso existieron denominaciones tan antiguas como Hindustán (tierra del Indo), Turquestán (tierra de los turcos) o Baluchistán (tierra de los baluches). Cuando estos territorios se transformaron en Estados modernos, muchas veces tras procesos coloniales o tras la desintegración de la URSS, conservaron esa terminación como parte de su identidad histórica y cultural .
Una palabra que también es geopolítica
El asunto, sin embargo, va más allá de la lengua. La región que hoy ocupan estos países ha sido, durante milenios, un espacio codiciado: la bisagra entre Europa, Oriente Medio y Asia Oriental , un corredor natural donde confluyeron caravanas, ejércitos, ideas y religiones.
Ese lugar central en la geografía mundial convirtió a los territorios de Asia Central —los que hoy conforman la mayoría de los –stán — en un tablero donde distintos imperios competían por mantener paso franco, controlar rutas y asegurar recursos. Más tarde, en pleno siglo XX, ese interés se trasladó al choque entre la Unión Soviética y el bloque occidental.
En el siglo XXI nada de eso ha cambiado. Rusia conserva lazos políticos y militares con varios de estos países. China ha desembarcado con fuerza gracias a la Nueva Ruta de la Seda , que atraviesa buena parte de Asia Central. Turquía, Irán y Arabia Saudí ejercen su influencia religiosa y cultural. Estados Unidos vigila la región como un punto clave para contener a Pekín y Moscú.
De nuevo, los –stán vuelven a estar en el centro del mapa.
Nombres que cuentan una historia concreta
Cada país resume en su nombre una parte de ese pasado. Afganistán , por ejemplo, significa literalmente “tierra de los afganos” y consolida una identidad marcada por el mundo pastún. Pakistán es una creación del siglo XX, pero se apoyó en esa misma raíz persa para definirse como la “tierra de lo puro”. En Asia Central, los antiguos territorios soviéticos —Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán, Kirguistán y Tayikistán— mantuvieron la terminación como eje de continuidad cultural tras su independencia en 1991.
En todos estos casos, el –stán actúa como memoria: una manera de enlazar los Estados modernos con una tradición lingüística y territorial que existía mucho antes de que la palabra “nación” formara parte del vocabulario político.

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