No se trata de llevarle caprichosamente la contraria a Donald Trump ni de aparecer como un agorero empeñado en verlo todo negro. Se trata únicamente de separar las ensoñaciones iluminadas de los hechos, sin olvidar las reiteradas declaraciones belicistas de los principales actores implicados en el conflicto y una larga historia de incumplimientos de tantos pactos anunciados a bombo y platillo. Y, desgraciadamente, lo que se extrae de ahí es que, al contrario de lo que sostiene el actual inquilino de la Casa Blanca, esto no es el final de la guerra (aunque mejor sería decir de la masacre y el genocidio).

No lo es, en primer lugar, porque lo único acordado hasta ahora es una simple tregua. Una tregua, por supuesto, bienvenida, en la medida en que sirva para detener al menos momentáneamente las matanzas, para un intercambio de prisioneros y para permitir la entrada de ayuda humanitaria en Gaza. Porque lo pactado no es de ningún modo un acuerdo de paz, sino tan solo la primera fase de un proceso muy desigual en cuanto a los compromisos asumidos por las partes.

Si nos atenemos a los hechos todo se reduce de momento a que Hamás libera a 24 personas (20 vivas y cuatro muertas) que tenía en su poder, lo que supone ceder la única baza de negociación que poseía para lograr que Benjamín Netanyahu cumpla su parte del trato. Eso le supone quedar totalmente a expensas de la buena (o mala) voluntad de Trump para forzar a Israel a cumplir su parte. Un Trump que, en su discurso en la Knéset, no ha tenido reparos en reconocerse como cómplice de la barbarie israelí (suministrándole armas que “han sabido usar muy bien”) y que ha empleado a Steve Witkoff y Jared Kushner , ambos judíos, como supuestos mediadores honestos.

Por su parte, Netanyahu solo se ha comprometido a liberar a unos 2.000 palestinos de la cárcel; aunque en realidad todo se queda en unos 200 que cumplían condena, dado que el resto forman parte de los más de 13.000 que las fuerzas israelíes se han dedicado a detener arbitrariamente, con la clara intención de amedrentar a los palestinos y contar con un remanente del que echar mano para el intercambio. En el terreno militar simplemente se limita a llevar a cabo un redespliegue –resulta absolutamente impropio denominarlo retirada, ni siquiera gradual–, lo que le permite seguir manteniendo el control directo del 58% de la Franja.

Negociaciones turbulentas por delante

Y hasta ahí, junto con la entrada de una ayuda humanitaria que Tel Aviv seguirá graduando en función de sus propios criterios, llega realmente lo que ambas partes han acordado. Eso significa que todo lo demás –la creación de una entidad política palestina, la retirada total israelí, el desarme de Hamás o el despliegue de una fuerza internacional de estabilización– queda sujeto a una negociación que se adivina muy turbulenta.

Lo pactado no es de ningún modo un acuerdo de paz, sino tan solo la primera fase de un proceso muy desigual en cuanto a los compromisos asumidos por las partes

Netanyahu ha logrado, de entrada, que la propuesta inicial de Trump, con sus 20 puntos , haya pasado a estructurarse en dos etapas de final abierto. La primera, que es la que ahora se acaba de materializar, está planteada como una capitulación del Movimiento de Resistencia Islámica, con el objetivo de hacerlo desaparecer de la escena política y de desarmarlo por completo. La perspectiva de una entidad política “tecnocrática” para gestionar la Franja, subordinada a una autoridad que coloca al propio Trump en la cúspide, con el ex primer ministro británico Tony Blair como virrey sobre el terreno, implica que ningún miembro de Hamás y del resto de las milicias armadas contra Israel podrá tener presencia alguna en lo que algunos se empeñan en presentar como una “nueva” Gaza.

Y a eso se pretende sumar la desintegración militar de Hamás, abandonando las armas que le han servido para ejercer una resistencia armada que el derecho internacional concede al ocupado con el fin de librarse precisamente del ocupante.

Se hace difícil imaginar que Hamás acepte ese guion que supone su eliminación total. Y la primera muestra de ello es su intento de recuperar el control de las calles de Gaza a punta de pistola, enfrentándose desde el primer momento a los clanes armados que han tratado de aprovechar (con apoyo directo de Tel Aviv) el vacío dejado al tener que concentrar su esfuerzo contra las fuerzas israelíes. Más difícil aún es creer que Netanyahu y los suyos vayan a poner fin a la ocupación, paso fundamental para hacer creíble la fórmula de los dos Estados en la Palestina histórica.

Israel no cede nada sustancial

En definitiva, Netanyahu ha logrado sumar puntos ante su población con la liberación de unas personas que nunca fueron su prioridad, sin tener que ceder nada sustancial a cambio. Eso le permite tener las manos libres para, en función de su único criterio, determinar en qué momento declara que algo no es de su gusto y, en consecuencia, se sienta nuevamente legitimado para bombardear lo que quede de Gaza. Por eso lo que se vislumbra en el horizonte es una repetición de lo que está ocurriendo en Líbano, donde desde noviembre pasado hay teóricamente un acuerdo que obligaba a Israel a abandonar ese territorio y cesar las hostilidades, pero se suceden los ataques israelíes en una abierta violación tanto de lo acordado como del derecho internacional.

Son muchas las razones –incluyendo la escandalosa ausencia de cualquier referencia a Cisjordania en lo que se pretende hacer pasar por la paz en Palestina– que llevan a pensar que el fin de la guerra no está cerca. Quizás por eso calificar de éxito histórico una mera tregua tras dos años de genocidio solo se entiende desde la irrealidad en la que Trump y sus sumisos coristas se han instalado desde hace tiempo.