En la vida pública, pocas decisiones logran romper con los lugares comunes y envían mensajes tan claros como la que tomó recientemente el expresidente Álvaro Uribe: renunciar a la prescripción de su proceso penal. En un país acostumbrado a ver cómo los poderosos se escudan en tecnicismos jurídicos o dilatan procesos hasta que el tiempo los archiva, esta determinación no solo sorprende, sino que también merece una reflexión profunda.

La prescripción, que debía cumplirse el próximo 16 de octubre de 2025, era la salida fácil y perfectamente legal para que el caso se extinguiera sin necesidad de un pronunciamiento judicial de fondo. Bastaba esperar unas semanas y la justicia, limitada por los plazos, tendría que declarar cerrado el expediente. Sin embargo, el expresidente Uribe decidió ir en

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